Els drets humans en el magisteri de Benet XVI

1. Aportaciones del cristianismo y de la doctrina social de la Iglesia

Los Derechos Humanos nacen de la cultura europea occidental, de indudable matriz cristiana. No es casualidad. El cristianismo heredó del judaísmo la convicción, plasmada en la primera página de la Biblia, de que el ser humano es imagen de Dios. Por ello, la Iglesia ha dado su propia contribución, tanto con la reflexión sobre los Derechos Humanos a la luz de la Palabra de Dios y de la razón humana, como con su compromiso de anuncio y de denuncia, que la ha convertido en una defensora infatigable de la dignidad del hombre y de sus derechos, también en estos sesenta años que nos separan de la Declaración de 1948.

Los Sumos Pontífices han expresado en numerosas ocasiones el aprecio de la Iglesia católica por el gran valor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Pablo VI, en su visita a las Naciones Unidas, el 4 de octubre de 1965, después de mostrar su convencimiento de que “la ONU representa el camino obligado de la civilización moderna y de la paz mundial”, se expresaba así frente a los Representantes de las Naciones: “Lo que vosotros proclamáis aquí son los derechos y los deberes fundamentales del hombre, su dignidad y libertad y, ante todo, la libertad religiosa”.

Juan Pablo II se dirigió en dos ocasiones a la Asamblea General de las Naciones Unidas. En la primera, el 2 de octubre de 1979, a propósito de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, afirmó que este documento “es una piedra miliar en el largo y difícil camino del género humano”.

En su segunda visita, el 5 de octubre de 1995, Juan Pablo II, recordó que: “existen realmente unos derechos humanos universales, enraizados en la naturaleza de la persona, en los cuales se reflejan las exigencias objetivas e imprescindibles de una ley moral universal. Lejos de ser afirmaciones abstractas, estos derechos nos dicen más bien algo importante sobre la vida concreta de cada hombre y de cada grupo social. Nos recuerdan también que no vivimos en un mundo irracional o sin sentido, sino que, por el contrario, hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y hace posible el diálogo entre los hombres y entre los pueblos”.

El Santo Padre Benedicto XVI[1], dirigiéndose a la Asamblea General de las Naciones Unidas, recordando expresamente el 60° Aniversario de la Declaración Universal, tras señalar que “tiene el mérito de haber permitido confluir en un núcleo fundamental de valores y, por tanto, de derechos, a diferentes culturas, expresiones jurídicas y modelos institucionales”, nos recuerda que “los derechos humanos son presentados cada vez más como el lenguaje común y el sustrato ético de las relaciones internacionales. Al mismo tiempo, la universalidad, la indivisibilidad y la interdependencia de los derechos humanos sirven como garantía para la salvaguardia de la dignidad humana. Sin embargo, es evidente que los derechos reconocidos y enunciados en la Declaración se aplican a cada uno en virtud del origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto más alto del designio creador de Dios para el mundo y la historia. Estos derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos”.

La Iglesia Católica, que “en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos”[2], ha visto en la Declaración, conforme al Magisterio pontificio, un “signo de los tiempos”, considerándola “un paso importante en el camino hacia la organización jurídico-política de la comunidad mundial.”[3]

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