10. Conclusiones
Históricamente hablando, el acierto principal de la Declaración Universal consistió en haber afirmado solemnemente ante la entera humanidad que la paz de los pueblos, tras dos terribles guerras mundiales, habría que buscarla basando l cooperación internacional y la construcción de un mundo más fraterno en el respeto incondicional a la dignidad de la persona humana y a sus libertades fundamentales. Los derechos humanos, cuya eficacia debe estar garantizada por brotar inmediatamente de la dignidad de la persona humana, son universales, inviolables e inmutables. En definitiva, la Declaración Universal representa la expresión escrita de las bases en que se fundamenta el Derecho de las naciones, las leyes de la humanidad y los dictados de la conciencia pública adaptados al espíritu del Tercer milenio.
Sin duda, se ha recorrido un largo camino, pero queda aún un largo tramo por completar: cientos de millones de hermanos y hermanas nuestros ven cómo están amenazados sus derechos a la vida, a la libertad, a la seguridad; no siempre se respeta la igualdad entre todos ni la dignidad de cada uno, mientras se alzan nuevas barreras por motivos relacionados con la raza, la religión, las opiniones políticas u otras convicciones.
Sin embargo, en todos los casos, la comunidad humana también está llamada a ir más allá de la mera justicia, manifestando su solidaridad a los pueblos más pobres, con la preocupación de una mejor distribución de la riqueza, sobre todo en tiempos de grave crisis económica. La experiencia de la historia de la humanidad, y específicamente de la cristiandad, nos lleva a reconocer, con Benedicto XVI, que “el futuro de la humanidad no puede depender del simple compromiso político,”[19] sino que debe ser consecuencia del reconocimiento de la dignidad de la persona humana, hombre y mujer, con el fin de crear las condiciones adecuadas, para una vida realizada en plenitud en la sociedad en la que vive. Por su parte, la Iglesia hace todo los esfuerzos posibles para aportar su contribución al bienestar general, a veces en situaciones dificiles. Su mayor deseo es continuar incansablemente prestando ese servicio al hombre, a todo hombre, sin discriminación alguna.
La Iglesia se felicita de la creciente preocupación en el mundo actual por la protección de los Derechos Humanos, que corresponden a cada persona por su misma dignidad natural desde el momento mismo de su concepción en el seno materno hasta su muerte de forma natural.
Por ello es necesario salvaguardar la dignidad de la persona humana, propugnar una amplia visión de las relaciones sociales que incluya el diálogo Estado-Iglesia, que refuerce la colaboración con las instituciones civiles para el desarrollo integral de la persona y el derecho a la libertad religiosa, que facilite el libre ejercicio de la misión evangelizadora de la Iglesia y que señale el deber de la sociedad y del Estado de garantizar espacios donde los creyentes puedan vivir y celebrar sus creencias. En este contexto, la Iglesia pide hacia su misión en el mundo, manifestada en variadas formas individuales y comunitarias, la misma actitud de respeto y autonomía que ella muestra hacia las realidades temporales.
En cuanto al compromiso de la Iglesia por los derechos humanos puede darse un malentendido: el de concebir a la misma Iglesia como una especie de institución humanitaria. En realidad el compromiso de la Iglesia por los derechos humanos no es un signo de secularización. Esto ya ha sido bien aclarado en los discursos pronunciados por Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI en la ONU, que apenas he recordado. El compromiso de la Iglesia por los derechos humanos tiene razones precisas e inherentes a su propia misión; se inscribe en la solicitud de la Iglesia por el hombre en su dimensión integral. Podríamos decir que el motivo último y fundamental por el cual la Iglesia se interesa por los derechos humanos es de orden ético y religioso.
Me complace terminar mi intervención con las mismas palabras de Benedicto XVI, pronunciadas en el Angelus del domingo 7 de diciembre de 2008: “Para las poblaciones agotadas por la miseria y el hambre, para las multitudes de prófugos, para cuantos sufren graves y sistemáticas violaciones de sus derechos, la Iglesia se pone como centinela sobre el monte alto de la fe y anuncia: “Aquí está vuestro Dios. Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza” (Is 40, 11).
Muchas gracias.