¡Este domingo de la Ascensión sintamos la alegría de tener glorificado a nuestro Hermano Mayor, Jesús Resucitado, que no deja nunca de interceder por nosotros! ¡Ha resucitado el Señor que murió en la Cruz, está sentado a la derecha del Padre y nos acompaña, por el Espíritu Santo Defensor! Nos acompaña y nos espera. Al final de la vida y de la historia, ¡Alguien nos espera! ¡No lo dudemos!
Recordemos que nunca estamos solos. Cristo desde la gloria del Padre, nos guía a través de su Espíritu Santo. Es bueno acoger con humildad y reverencia al Espíritu que Cristo nos promete y dejarnos conducir por su aliento de libertad y su fuego de caridad ardiente. Deberíamos ser más espirituales, cuidar nuestra vida espiritual, y dejarnos guiar por el Espíritu. Aquel don del Padre y del Hijo que habita en nuestro interior y silenciosamente nos va guiando hacia la plenitud de la verdad y nos va transformando en amigos de Dios e imágenes de Cristo. Él nos da las palabras adecuadas y nos hace valientes en los combates de la fe. Por el bautismo y la confirmación se ha hecho compañero invisible pero real de nuestra vida para siempre. Nunca estamos solos, y por la Eucaristía nos regala de nuevo su presencia porque quiere llenar de gozo toda nuestra vida, todos los días, y hasta el fin de los tiempos.
La Ascensión nos lleva a valorar el sacramento de la presencia real del Señor entre nosotros. Sí, subió al cielo, y está glorificado, pero quedó con nosotros, por la gracia, por el milagro de la eucaristía. La eucaristía es el gran testamento de Cristo que nos une a Dios y nos hace a todos hermanos, que suprime las diferencias y nos hace probar lo que será definitivamente el banquete del Reino, cuando ya no habrá separaciones y todo habrá sido perdonado y redimido. De la Eucaristía nace una fuerza que derriba los muros de las separaciones humanas y nos hace ir a lo esencial… que es el amor de Dios revelado y entregado en Cristo. “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). ¡Qué fuerza de transformación y de liberación tiene toda Eucaristía! Nunca deberíamos celebrarla indiferentes, ni debería dejarnos igual como hemos llegado, ni insensibles a los hermanos que sufren, o tristes y sin esperanza. Es la fortaleza de los mártires y la alegría del caminante. Su potencial transformador viene del Espíritu Santo que se nos comunica.
La eucaristía que vamos celebrando durante estos cincuenta días de la Pascua, debe ser siempre un canto de gozo vibrante; un grito, una oración viva, que nos una al Padre por Cristo en el Espíritu, y que lo transforma todo. Porque la luz de la Pascua llega a todos los rincones de la existencia, y es como un clamor de dignidad para todo ser humano. Nada ni nadie puede encarcelar a la Vida que Cristo nos ha dado con su Resurrección. Y de esta Vida nace el trabajo por la dignidad de toda persona humana, desde su concepción en el seno de la madre hasta su muerte natural. No podemos quedarnos encantados mirando al cielo… tenemos que salir a anunciar la Buena Nueva a todos. Como dice el Papa Francisco: “La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él, que nos mueve a amarle siempre más. Pero, ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer?” (Ev. Gaudium 264). ¡Gozosa fiesta de la Ascensión!