Introducción
1. Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? (Mt 16, 15). La pregunta de Jesucristo a sus discípulos se extiende en el curso de la historia a los cristianos de todos los tiempos. La respuesta que demos determinará el modo de acercarnos a la Persona de Cristo y la manera de entender la existencia cristiana. La insuficiente respuesta que nace de las posibles opiniones humanas-¿quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? (Mt 16, 13)- es superada, desde el encuentro personal con el Salvador, en el seno de la Iglesia naciente. Jesús se dirige a la comunidad de sus discípulos y, desde ella, escucha las palabras de Simón, cuya Verdad descansa en la Revelación del Padre y no en la opinión de los hombres[1]: ¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo! (Mt 16, 16). La dicha del apóstol no tiene su origen en la carne ni en la sangre, como tampoco su firmeza de «roca», sino que la recibe directamente de Cristo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18).
2. Al cumplirse el cuarenta aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, queremos volver a la región de Cesarea de Filipo para escuchar la pregunta de Jesucristo y hacer nuestra la respuesta de Pedro[2]. La tarea de recepción de la enseñanza conciliar aún no ha terminado. Pasados cuarenta años, somos testigos de los frutos valiosos que ha rendido la buena semilla. A la vez, no son pocos los que en este tiempo, amparándose en un Concilio que no existió, ni en la letra ni en el espíritu, han sembrado la agitación y la zozobra en el corazón de muchos fieles. En medio de un ambiente cultural, en el que se reflejan las opiniones más diversas sobre Jesús, es necesario acoger con docilidad la Revelación del Padre, lo que el Espíritu nos dice en el Concilio Vaticano II, llenarse de la alegría que viene de lo Alto, reposar gozosamente en la roca firme de la Iglesia y renovar cada día nuestra confesión de fe[3].
3. Conscientes de haber recibido por la imposición de manos la misión de conservar íntegro el depósito de la fe (cf. 1 Tm 6, 20) y atentos a la voz de tantos fieles que se sienten zarandeados por cualquier viento de doctrina (Ef 4, 14), hablando con una sola voz en comunión con el Sucesor de Pedro, como testigos de la Verdad divina y católica[4], queremos ofrecer una palabra de orientación y discernimiento ante determinados planteamientos doctrinales, extendidos dentro de la Iglesia, y que han encontrado una difundida acogida también en España, perturbando la vida eclesial y la fe de los sencillos. Nos mueve a ello, únicamente, la solicitud pastoral. Estamos convencidos de que la nueva evangelización no podrá llevarse a cabo sin la ayuda de una sana y honda teología, en la que refuljan el espíritu de fe y la pertenencia eclesial. Para velar por la comunión real en la fe y en la caridad, nuestra misión magisterial, sin coartar la legítima autonomía de la reflexión teológica, debe custodiar su fidelidad a la Palabra de Dios escrita y transmitida[5]. El anuncio del Evangelio será mediocre mientras pervivan y se propaguen enseñanzas que dañan la unidad e integridad de la fe, la comunión de la Iglesia y proyecten dudas y ambigüedades respecto a la vida cristiana.
4. Con la presente Instrucción Pastoral deseamos dirigir nuestra mirada a algunos aspectos de la labor teológica realizada en España en los últimos decenios, con el deseo de impulsar el anuncio íntegro del Evangelio, en medio de una sociedad que se siente tentada a apostatar silenciosamente de Dios[6]. Queremos, ante todo, y una vez más, reiterar nuestro más profundo reconocimiento y agradecimiento a tantas personas que desempeñan, con entrega ejemplar, su misión eclesial en el ámbito de la teología. Constatamos con gozo cómo la mayoría de ellos «se sitúan en su puesto de teólogos católicos tanto por la doctrina como por su actitud eclesial en sintonía con el Magisterio y al servicio del Pueblo de Dios»[7], esforzándose con un diálogo ante los retos y desafíos de un mundo secularizado, pues a pesar de todas las contradicciones de nuestra sociedad, el corazón del hombre no deja de buscar y esperar. En la teología española actual hay signos de esperanza: crece el espíritu de colaboración en el ámbito de la investigación y de la enseñanza; la teología se abre cada vez más ampliamente a todo el Pueblo de Dios; contamos con más instrumentos para el estudio; se percibe con más claridad el vínculo inescindible entre la teología y la vida cristiana; el diálogo entre Obispos y Teólogos es más fluido en la mayoría de las diócesis; y se han consolidado Asociaciones teológicas especializadas, fieles a la doctrina de la Iglesia.
5. Junto a estos signos luminosos de esperanza, constatamos con viva preocupación sombras que oscurecen la Verdad. Los Obispos hemos recordado en varias ocasiones que la cuestión principal a la que debe hacer frente la Iglesia en España es su secularización interna[8]. En el origen de la secularización está la pérdida de la fe y de su inteligencia, en la que juegan, sin duda, un papel importante algunas propuestas teológicas deficientes relacionadas con la confesión de fe cristológica. Se trata de interpretaciones reduccionistas que no acogen el Misterio revelado en su integridad. Los aspectos de la crisis pueden resumirse en cuatro: concepción racionalista de la fe y de la Revelación[9]; humanismo inmanentista aplicado a Jesucristo; interpretación meramente sociológica de la Iglesia, y subjetivismo-relativismo secular en la moral católica. Lo que une a todos estos planteamientos deficientes es el abandono y el no reconocimiento de lo específicamente cristiano, en especial, del valor definitivo y universal de Cristo en su Revelación, su condición de Hijo de Dios vivo, su presencia real en la Iglesia y su vida ofrecida y prometida como configuradora de la conducta moral[10]. Articulamos la presente Instrucción pastoral en torno a estos cuatro apartados, señalando, a partir de la confesión de fe de Pedro, algunas enseñanzas que ponen en peligro la Profesión de fe, la comunión eclesial, causan confusión entre los fieles e impiden impulsar la evangelización.