Carísimos hermanos, en el Señor:
Una vez más tenemos hoy la ocasión de contemplar al Jesús rebosante de humanidad y de atención amorosa para cuantos le rodeaban, al Jesús que aprendimos a conocer desde nuestra infancia, al que aconsejaba sabiamente a sus oyentes: Amaos los unos a los otros…Obrad siempre el bien…Tratad a los demás como queréis que ellos os traten…Sed compasivos…No condenéis…Compartid con los que lo necesitan, etc…
El evangelio de hoy nos ha explicado cómo Jesús hacía perfectamente aquello mismo que nos recomendaba a nosotros. Cuando entraba en contacto con la gente ¡cómo amaba y valoraba a cada uno de ellos, cómo les escuchaba y se compadecía, cómo les ayudaba y les restituía la salud, cómo les acogía y les perdonaba! Notemos que, aunque Jesús amaba a todos por igual y les quería ayudar a todos, únicamente lo podía hacer cabalmente con los que se le acercaban, creían en él y le tenían confianza. Hemos admirado seguramente lo que le ocurrió con aquel oficial romano -pagano él- que siendo extranjero, tenía una humildad tan grande y una confianza tan firme en Jesús, que ni siquiera se atrevió a irle a buscar personalmente, sino que envió a unos ancianos israelitas para que, en su nombre, anduviesen a pedirle la curación de su criado enfermo. El hombre estaba tan seguro del poder y de la bondad de Jesús que, cuando éste se hallaba ya cerca de su casa, mandó otros emisarios a decirle: Señor, no te molestes; no soy yo quien para que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra, y mi criado quedará sano.
¿Os dais cuenta, hermanos, de nuestra inmensa suerte por el hecho de conocer a Jesús, amarle y confiar en él? Probablemente algunas personas no nos valoran debidamente, no nos escuchan o no nos dan importancia; pero Jesús nos conoce personalmente a cada uno, sabe cuáles son los sentimientos de nuestro corazón, conoce las dificultades con que tropezamos, nos ayuda a superarlas y se une a nosotros con una amistad fiel para toda la vida; amistad y fidelidad que queda demostrada y garantizada por la comunión a que estamos invitados todos los domingos e incluso todos los días, si podemos y lo deseamos. La misma palabra comunión significa una íntima relación de amistad donde Jesús y nosotros intentamos poner al unísono nuestra manera de pensar y los sentimientos más recónditos, nuestras intenciones y los más caros propósitos para toda nuestra vida, así como la elección de los valores dentro de los que nos proponemos vivir.
Estas reflexiones nos ayudan a descubrir en profundidad la importancia de la Eucaristía dominical en vistas a aquella vida humana y cristiana que sinceramente todos deseamos alcanzar. Porque comprendemos que, si aspiramos a que nos sirva de verdad y nos transforme y enriquezca, no podemos asistir a ella de un manera pasiva y rutinaria, sino con la fe y esperanza activa con que el centurión romano hizo llegar a Jesús su problema y la petición de auxilio, sirviéndose él de intermediarios, porque se consideraba indigno de comparecer delante de Jesús.
Encontrándonos con Jesús cada domingo, recibiéndolo en la comunión y escuchando su palabra, servida en la lectura del Evangelio y acomodada a nuestra situación por la predicación del celebrante, aprenderemos a vivir más y más como nos conviene y como le gusta a Jesús que vivamos; hasta que los demás vean en nuestro rostro sereno y feliz la presencia del Señor, y nuestras obras sean reflejo de la bondad y del amor de Dios que Jesús hizo visible en este mundo por la presencia de Jesús.