Domingo III del tiempo ordinario (C)

Amados hermanos:

La palabra es el vínculo de comunicación más eficaz y ordinario entre las personas. Por ello decimos: hablando la gente se entiende. Es también vehículo normal de aprendizaje. El orador, el profesor, el predicador se sirven de la palabra para instruir a sus respectivos auditorios culturales, políticos o religiosos. El efecto de la palabra, en vistas al convencimiento de los oyentes, depende de las cualidades y disposiciones del orador y las del auditorio. El primero ha de conocer con claridad los conocimientos que quiere comunicar y debe estar dotado de un mínimo de cualidades como comunicador, para que el mensaje pueda llegar. El oyente, por su parte, necesita estar libre de prejuicios, interesado en el tema de que se trata y atento a la exposición del especialista.

Cuando se dan estas condiciones se establece una comunicación positiva que favorece la iluminación de la inteligencia del oyente y el despertar de sentimientos positivos, iniciando una transformación interior de quien escucha. Es el caso descrito en la primera lectura de hoy que narraba como Esdras, el escriba, estaba de pie en el púlpito de madera que había hecho para esta ocasión. Esdras abrió el libro a la vista de todo el pueblo y, (…) cuando lo abrió, toda la gente se puso en pie. Esdras bendijo al Señor, Dios grande, y todo el pueblo, levantando las manos, respondió: ‘Amén. Amén’ (…) Después se inclinaron y adoraron al Señor, rostro en tierra.(…) Los levitas leían el libro de la ley de Dios con claridad y explicando el sentido, de forma que comprendieran la lectura. El pueblo entero lloraba al escuchar las palabras de la ley. Este pasaje es, en verdad, un modelo de comunicación entre los oyentes y quien les dirigía la palabra. El resultado fue bueno, y la recompensa, la delectación que trajo la presencia del Señor en el corazón de todos.

El Evangelio nos hablaba de otro caso parecido, pero con resultados diferentes. Decía: Jesús fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. La lectura en cuestión era un fragmento del profeta Isaías que hablaba de la promesa de Dios, según la cual enviaría su mensajero, el Mesías, para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor. Jesús enrolló el libro y confesó a los presentes que él, en persona, era el enviado del cual hablaba el profeta.

El resultado fue negativo porque la disposición del auditorio no era buena, según estaban cargados de prejuicios en contra de Jesús. En efecto, pensaban: ¿Quién era él, el hijo del vecino carpintero, conocido por todos desde niño, para atribuirse la misión de enviado de Dios?

Porque aquel joven no reunía las condiciones del Mesías que ellos habían imaginado y que, según aquellas, se habría de presentar como rey poderoso, como guerrero invencible, luchador heroico, que les había de librar de la dominación romana, restablecer la independencia de la nación y el prestigio de la monarquía de David sobre todo Israel. Aquellos graves prejuicios tornaron imposible la comunicación entre Jesús y sus conciudadanos y el encuentro, que podía haber sido el descubrimiento maravilloso de la misión salvadora de Jesús para su pueblo, se convirtió en ocasión de desencuentro y amarga violencia. Sea ello para nosotros, quiera Dios, motivo de alerta para librarnos de prejuicios a la hora de escuchar y discernir el mensaje de Jesús, a día de hoy, para cada uno de nosotros.