4. La vida en Cristo
52. Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16, 24). La escena de Cesarea de Filipo nos lleva de la confesión de Pedro y la promesa de edificar la Iglesia a la desconcertante y exigente propuesta del seguimiento de Cristo. Para llevar una vida auténticamente cristiana y ser en verdad un discípulo de Jesucristo, no basta con confesarle como Hijo de Dios ante los hombres en la comunión de la Iglesia; este anuncio implica un especial seguimiento de Cristo. La moral cristiana, entendida como “vida en Cristo”[143], encuentra aquí su permanente punto de verificación. «Cristo, en la misma Revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación»[144]. En Cristo, imagen de Dios invisible (Col 1, 15), el hombre ha sido creado «a imagen y semejanza» del Creador. «En Cristo, Redentor y Salvador, la imagen divina alterada en el hombre por el primer pecado ha sido restaurada en su belleza original y ennoblecida con la gracia de Dios»[145]. Frente al peligro constante en la condición humana de hacer vana la cruz de Cristo (1 Cor 1, 17), la gracia de Dios que nos lleva a su seguimiento nos devuelve a la verdad de lo que somos y de lo que estamos llamados a ser. La Iglesia sabe que «por la senda de la vía moral está abierto a todos el camino de la salvación»[146].
53. En la actualidad, uno de los grandes desafíos que encuentra la evangelización está centrado en el campo moral. Es una dificultad que procede de un ámbito cultural que se declara postcristiano y se propone vivir “como si Dios no existiera”. Por encima del ateísmo teórico y del agnosticismo sistemático, se extienden en nuestros días el ateísmo y el agnosticismo pragmáticos según los cuales Dios no sería relevante para la razón, la conducta y la felicidad humanas[147]. En esta situación el hombre pasa a medir su vida y sus acciones en relación a sí mismo, a la vida social y a la adecuación con el mundo para la satisfacción de sus necesidades y deseos. La esfera de lo trascendente deja de ser significativa en la vida social y personal diaria, para ser relegada a la conciencia individual como un factor meramente subjetivo. El resultado es un relativismo radical[148], según el cual cualquier opinión en temas morales sería igualmente válida. Cada cual tiene “sus verdades” y a lo más que podemos aspirar en el orden ético es a unos “mínimos consensuados”, cuya validez no podrá ir más allá del presente actual y dentro de determinadas circunstancias. La raíz más profunda de la crisis moral que afecta gravemente a muchos cristianos es la fractura que existe entre la fe y la vida[149], fenómeno considerado por el Concilio Vaticano II «como uno de los más graves errores de nuestro tiempo»[150]. Es un auténtico e imperioso servicio eclesial para la evangelización devolver a los cristianos las convicciones y certezas que permiten “no tener miedo” y entender que lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe (1 Jn 5, 4).
a) Cristo, norma de la moral
54. Cristo, el Señor, es la suprema e inmutable norma de vida para los cristianos. Jesucristo, al revelar el misterio del Padre y de su amor, da a conocer «la condición del hombre y su vocación integral»[151]. Quien cree en Cristo tiene la vida nueva en el Espíritu Santo y es hecho hijo de Dios. En virtud de esta adopción filial, la persona humana es transformada al recibir una capacidad nueva. Así puede seguir la vida de Cristo, obrar rectamente y hacer el bien. El discípulo de Cristo, unido al Salvador y movido por el Espíritu Santo, es capaz de alcanzar la perfección de la caridad, la santidad, que es la vocación última de toda persona humana[152]. Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo… nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor (Ef 1, 3. 4).
55. Cristo es «el punto de referencia indispensable y definitivo para adquirir un conocimiento íntegro de la persona humana»[153]. Es, además, fundamento de un obrar moral integral en el que no hay dicotomía entre la razón y la fe. Si Cristo es la norma del obrar moral[154], la fundamentación de la moral debe proceder de la Revelación y del Magisterio de la Iglesia, cuyo ámbito se extiende al comportamiento humano sin entrar en conflicto con la recta razón[155]. Cuando se piensa que en la Revelación sólo encontramos principios genéricos sobre el actuar humano[156], sin tener en cuenta que la Sagrada Escritura y la Tradición muestran lo contrario[157] -como ha sido el caso de la así denominada “autonomía teónoma”[158] -, se resiente gravemente la enseñanza moral. «La Sagrada Escritura es la fuente siempre viva y fecunda de la doctrina moral de la Iglesia, como ha recordado el Concilio Vaticano II: “El Evangelio (es)… fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta”» [159].
b) La dignidad de la persona humana
56. La dignidad de la persona humana radica en haber sido creada a imagen y semejanza de Dios. «Dotada de alma espiritual e inmortal, de inteligencia y de voluntad libre, la persona humana está ordenada a Dios y llamada, con su alma y con su cuerpo, a la bienaventuranza eterna»[160]. En todo hombre existe un deseo innato de felicidad, que Dios quiere colmar de un modo desbordante, ya que llama al hombre a participar, por Cristo, de la misma bienaventuranza divina, que ni el ojo vio ni el oído oyó ni al corazón del hombre llegó lo que Dios preparó para los que le aman (1 Cor 2, 9). El hombre alcanza su fin último en virtud de la gracia de Cristo, «don de Dios que nos hace partícipes de su vida trinitaria y capaces de obrar por amor a Él»[161]. Afrontar la vida “como si Dios no existiese”, pretender ignorar a Dios o, incluso, negarle explícitamente, es el principio de la infelicidad humana. Por esta razón la Iglesia ofrece a todos su enseñanza moral[162], consciente de que es Cristo quien ha revelado al hombre su más sagrada dignidad y su vocación última.
57. La gracia de Cristo no anula el orden creado, sino que responde a las profundas aspiraciones de la libertad humana, previene, prepara y suscita la libre respuesta del hombre[163]. La realización de la dignidad del hombre exige que se respete el orden esencial de la naturaleza humana creada por Dios, que trasciende las vicisitudes históricas y culturales. Este orden de la naturaleza humana se expresa en la ley natural, que el hombre puede conocer, aunque es previa a su conocimiento[164]. «La ley moral natural evidencia y prescribe las finalidades, los derechos y los deberes, fundamentados en la naturaleza corporal y espiritual de la persona humana. Esa ley no puede entenderse como una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser concebida como el orden racional por el que el hombre es llamado por el Creador a dirigir y regular su vida y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer del propio cuerpo»[165].
58. El conocimiento de la ley natural supone que está inscrita en lo más profundo del ser humano y puede percibirse, al menos, en cierta medida por la sola razón, fuera de la Revelación de Cristo[166]. El juicio de la conciencia no establece la ley sino que afirma su autoridad, al ser percibida como norma objetiva e inmutable e impulsa al hombre a hacer el bien y evitar el mal[167]. «La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano»[168]. En este sentido, el Magisterio ha advertido sobre las lagunas y deficiencias de algunas propuestas morales como la “opción fundamental”[169], el “proporcionalismo y consecuencialismo”[170], o la llamada “moral de actitudes” [171]. También es necesario recordar que para que la persona actúe conforme a su dignidad la conciencia debe ser recta y abierta a la Verdad[172], es decir, debe estar «de acuerdo con lo que es justo y bueno según la razón y la ley de Dios»[173].
59. La presente condición histórica de la persona humana está marcada por el pecado. Debido al pecado original, todos los hombres nacen privados de la santidad y de la justicia originales. Aunque su naturaleza no ha quedado totalmente corrompida, se halla, sin embargo, «herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte, e inclinada al pecado»[174]. Por esta razón, no todas las tendencias que el hombre experimenta son buenas[175], de manera que requiere la ayuda de Dios incluso para conocer y realizar muchos bienes que están dentro de las posibilidades de la naturaleza. También por esto resulta muy necesaria la acción del Espíritu Santo y una formación moral apoyada en la Palabra de Dios y en las enseñanzas de la Iglesia para adquirir una conciencia recta. Cuando se presenta de manera ambigua la doctrina de la Iglesia sobre el pecado original, o se silencia y niega la gravedad del pecado, las consecuencias para la formación de la conciencia son muy negativas, al tiempo que se oscurece el camino de la consecución de la auténtica felicidad.
60. Sin embargo, el pecado no es la palabra definitiva sobre la condición humana. La Iglesia no deja de proclamar que en Cristo el hombre ha recuperado la santidad primera que de Dios ha recibido y que, con la ayuda de su gracia, puede correr por el camino de los mandatos del Señor (cf. Sal 118, 32). La gracia, al tiempo que restaura el daño provocado por el pecado, hace plenamente libre a la libertad humana, orientando al hombre hacia la Bienaventuranza. Cristo no sólo es el Redentor de todos los hombres, sino de todo el hombre[176]. Su predicación y sus sacramentos, custodiados en la Iglesia “hasta que Él vuelva”, permiten al hombre desarrollar una vida moral auténtica.
c) Moral de la sexualidad y de la vida
61. Consecuencia inmediata de la dignidad de la persona humana revelada en Cristo es la dignidad intangible de la sexualidad[177]. En un contexto marcado por un exasperado pansexualismo, el auténtico significado de la sexualidad humana queda muchas veces desfigurado, controvertido y contestado, cuando no pervertido[178]. Es necesario que superemos la tentación de resolver «los viejos y nuevos problemas con respuestas que son más conformes a la sensibilidad y las experiencias del mundo que a la mente de Cristo (cf. 1 Cor 2, 16)»[179]. La sexualidad está inscrita en el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, varón y mujer, que se debe entender desde la vocación de la persona al amor[180], y así, mediante la virtud de la castidad se logra la integración de la sexualidad en la persona[181].
62. La dignidad de la vida humana exige que su transmisión se dé en el ámbito del amor conyugal, de manera que aquellos métodos que pretendan sustituir y no simplemente ayudar a la intervención de los cónyuges en la procreación, no son admisibles[182]. Si se separa la finalidad unitiva de la procreadora, se falsea la imagen del ser humano, dotado de alma y cuerpo, y se degradan los actos de amor verdadero, capaces de expresar la caridad conyugal que une a los esposos. La consecuencia es que una regulación moralmente correcta de la natalidad no puede recurrir a métodos contraceptivos[183].
63. A la luz de estos principios sobre la sexualidad se entiende el motivo por el que la Iglesia también considera «pecados gravemente contrarios a la castidad… la masturbación, la fornicación, las actividades pornográficas y las prácticas homosexuales»[184]. La enseñanza cristiana sobre la sexualidad no permite banalizar estas cuestiones ni considerar las relaciones sexuales un «mero juego de placer. La banalización de la sexualidad conlleva la banalización de la persona»[185]. El uso de las facultades sexuales adquiere su verdadero significado y su honestidad moral en el matrimonio legítimo e indisoluble de un hombre con una mujer, abierto a la vida[186], que es el fundamento de la sociedad y el lugar natural para la educación de los hijos. Los ataques al matrimonio que con frecuencia presenciamos no dejarán de tener consecuencias graves para la misma sociedad[187].
64. No podemos olvidar tampoco que la vida humana se inicia en la concepción y tiene su fin en la muerte natural. El aborto y la eutanasia son acciones gravemente desordenadas, lesivas de la dignidad humana y opuestas a las enseñanzas de Cristo[188]. La Iglesia es consciente que estas cuestiones deben ser explicadas a la comunidad cristiana, asediada constantemente por la mentalidad hedonista propia de la cultura de la muerte. Tampoco podemos poner en duda que, desde el momento de la fecundación, existe verdadera y genuina vida humana, distinta de la de los progenitores[189]; de modo que quebrar su desarrollo natural es un gravísimo atentado contra la misma[190]. «El amor de Dios no hace diferencia entre el recién concebido, aún en el seno de su madre, y el niño o el joven o el hombre maduro o el anciano. No hace diferencia, porque en cada uno de ellos ve la huella de su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26)»[191]. Es contrario a la enseñanza de la Iglesia sostener que hasta la anidación del óvulo fecundado no se pueda hablar de “vida humana”, estableciendo, así, una ruptura en el orden de la dignidad humana entre el embrión y el mal llamado “pre-embrión”[192]. De manera análoga, nadie tiene potestad para eliminar una vida inocente, ni siquiera cuando se encuentra en estado terminal[193]. Debemos recordar a los fieles que es lícito, incluso bueno, evitar «ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia»[194], aunque esto suponga que se acorte su esperanza vital. Lo cual es muy distinto de llevar a cabo intervenciones cuya intención directa es eliminar la vida de la persona enferma o anciana[195].
d) Moral social
65. En esta hora tiene especial urgencia que los fieles católicos recuerden la responsabilidad que tienen en su actividad pública y política. La imperante mentalidad laicista tiende a arrinconar las convicciones religiosas en la conciencia individual y a impedir que se manifiesten y que tengan repercusión pública. Es frecuente que se acepten de buen grado las obras de tipo asistencial y humanitarias de los cristianos, pero se rechacen cualesquiera otras manifestaciones de su fe, incluida la defensa de los valores humanos más elementales como son el derecho a la vida desde su concepción hasta su muerte natural. Pretender que el católico hable y actúe en la vida pública conforme a sus convicciones no significa querer imponer la fe ni la práctica religiosa a los demás. Contribuimos al bien de todos aportando lo mejor que tenemos: la fe en Jesucristo Salvador, que no contradice la razón humana, sino que la eleva hacia una mejor comprensión del bien común y de la naturaleza de la sociedad[196]. Quienes reivindican su condición de cristianos actuando en el orden político y social con propuestas que contradicen expresamente la enseñanza evangélica, custodiada y transmitida por la Iglesia, son causa grave de escándalo y se sitúan fuera de la comunión eclesial[197].
66. Los fieles deben defender y apoyar aquellas formaciones o actuaciones políticas que promuevan la dignidad de la persona humana y de la familia. En el caso de que no se pueda eliminar una ley negativa sobre estas materias, el fiel católico debe trabajar por minimizar los males que ocasione[198]. En cuestiones más contingentes cabe un cierto pluralismo de opciones para los católicos. Pero cuando lo que está en juego es la dignidad de la persona humana -como hoy sucede con frecuencia-, el católico debe ofrecer el testimonio real de su fe manifestando un inequívoco rechazo a todo lo que ofende a la dignidad del ser humano. También las obras de carácter asistencial, que movidos por la caridad, impulsan los católicos, deben tener un perfil específico en el que Dios y Cristo no pueden quedar al margen, pues los cristianos sabemos que la raíz de todo sufrimiento es el alejamiento de Dios[199].