Instrucción Pastoral: Teología y secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II

3. La Iglesia, Sacramento de Cristo

36. Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18). La confesión de Jesús por parte de Pedro como el Hijo de Dios vivo ha precedido a la promesa de Jesús de edificar su Iglesia. La Iglesia vive para confesar a Jesucristo como el Ungido de Dios, y cuenta para eso con la asistencia del Espíritu Santo. La misma Iglesia es columna y fundamento de la verdad (1 Tm 3, 15). La Verdad que nos hace libres (cf. Jn 8, 32) es un don del Espíritu dado por Jesucristo resucitado, y está íntimamente unida a la salvación (cf. 1 Tm 2, 4), de manera que la Iglesia realiza su misión anunciando a Cristo que es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6)[103].

a) Cristo y la Iglesia: el “Cristo total”

37. «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»[104]. El ser más profundo de la Iglesia consiste en su íntima vinculación con el Misterio salvador de Cristo, quien la ha constituido en «instrumento de redención universal»[105] y «sacramento universal de salvación»[106], para realizar y manifestar por medio de Ella el misterio del amor de Dios al hombre[107]. Cristo y la Iglesia, sin confundirse, pero sin separarse, constituyen el Cristo total (Christus totus)[108]. La única Iglesia de Cristo, «constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con Él»[109]. La enseñanza del Concilio Vaticano II ha destacado tanto la continuidad que existe entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica, como los elementos pertenecientes a la Iglesia de Cristo, presentes en otras Iglesias y Comunidades eclesiales, que, por su misma naturaleza, tienden a la comunión plena[110].

38. «El Señor Jesús comenzó su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras»[111]. El estrecho vínculo entre el Reino de Dios y la Iglesia se ilumina a partir de la unidad existente entre las palabras y obras de Cristo y su Misterio Pascual. La acogida del Reino es identificada por los Evangelios, desde el principio, con la acogida y el seguimiento de Jesucristo. La participación en el Reino, tras la Pascua, tiene como forma definitiva la comunión plena con el Señor resucitado, por el don de su Espíritu. Todo hombre está llamado a participar, por caminos que sólo Dios conoce, en esta Pascua del Señor[112] y a entrar así en el Reino. No es legítimo, en consecuencia, separar el Reino de Dios de la figura histórica de Jesucristo, muerto y resucitado y, por tanto, del Padre[113]. Tampoco lo es disolver el significado de la Iglesia como verdadero sacramento de la comunión en Cristo. Y aunque la realización del designio divino de salvación pueda darse fuera de los límites visibles de la Iglesia, no es correcto separar la noción de Reino de Dios de la realidad de la Iglesia[114].

39. El Sínodo Extraordinario de Obispos del año 1985, celebrado a los veinte años de la clausura del Concilio Vaticano II, puso en evidencia la importancia de la noción de comunión para comprender la naturaleza íntima de la Iglesia, tal como el Concilio la había formulado[115]. Al hablar de comunión se debe tener en cuenta que ante todo es un don de Dios, con una dimensión horizontal y vertical, visible e invisible[116]. En consecuencia, es insuficiente entender la comunión como el fruto del ejercicio asociativo propio de agrupaciones meramente humanas. El punto de partida de la comunión es el encuentro con Jesucristo, el Hijo de Dios, que llega a los hombres a través del anuncio de la Iglesia y de los sacramentos[117]. Si esto no se tiene en cuenta, lo propio y específico del misterio de la Iglesia queda oscurecido.

b) Liturgia y esperanza escatológica

40. La Liturgia en cuanto es obra de Cristo y acción de su Iglesia, realiza y manifiesta su misterio como signo visible de la comunión entre Dios y los hombres, introduciendo a los fieles en la Vida nueva de la comunidad[118]. Por eso, aunque ciertamente «no agota toda la actividad de la Iglesia»[119], la Liturgia es la cumbre y la fuente de la vida eclesial[120], en la que se hace presente y se confiesa públicamente el misterio de la fe[121]. La transmisión de la fe, el anuncio misionero, el servicio al mundo en caridad[122], la oración cristiana, la esperanza respecto a las realidades futuras, toda la vida de la Iglesia tiene en la Liturgia su fuente y su término. A la luz de estas enseñanzas se comprende el grave daño que suponen, para el Pueblo de Dios, los abusos en el campo de la celebración litúrgica, especialmente en los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia. ¿Cómo no manifestar un profundo dolor cuando la disciplina de la Iglesia en materia litúrgica es vulnerada?[123] Que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles (1 Cor 4, 1-2).

41. «¿Qué es la Iglesia, sino la Asamblea de los santos?»[124]. «Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia»[125]. La Iglesia será llevada a su plenitud al final de los tiempos (cf. Hch 3, 21), cuando el género humano, juntamente con el universo entero, será renovado (cf. Ef 1, 10; Col 1, 20; 2 P 3, 10-13)[126]. La esperanza respecto a la vida del mundo futuro es constitutiva de la condición de cristianos. Se es cristiano precisamente por la fe en la Resurrección de Cristo[127], principio y causa de nuestra propia resurrección (cf. 1 Cor 15, 21). Cuando se siembran dudas y errores respecto a la fe de la Iglesia en la venida del Señor en gloria al final de los tiempos (Parusía), la resurrección de la carne, el juicio particular y final, el Purgatorio, la posibilidad real de condenación eterna (Infierno) o la Bienaventuranza eterna (Cielo)[128], se debilita gravemente la vida cristiana de los que aún peregrinamos en este mundo, porque se permanece entonces «en la ignorancia respecto a la suerte de los difuntos» y se cae en la tristeza de los que no tienen esperanza (cf. 1 Ts 4, 13). El silencio sobre estas verdades de nuestra fe, en el ámbito de la predicación y de la catequesis, es causa de desorientación entre el pueblo fiel que experimenta, en su propia existencia, las consecuencias de la ruptura entre lo que cree y lo que celebra.

c) El ministerio ordenado en la Iglesia

42. El Señor Jesús instituyó diversos ministerios para el servicio de su Cuerpo, la Iglesia[129]. Según la fe eclesial, Jesucristo ha fundado el ministerio de la sucesión apostólica en la vocación y misión de los doce apóstoles, transmitido con la consagración sacramental[130]. A ellos y a sus sucesores, Cristo les confirió la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Presentar, pues, el ministerio ordenado como el fruto de avatares históricos o luchas de poder en el ámbito religioso es contrario a la verdad histórica y a la fe de la Iglesia[131].

43. Constatamos que algunos autores han defendido y difunden concepciones erróneas sobre el ministerio ordenado en la Iglesia. Mediante la aplicación de un deficiente método exegético, han separado a Cristo de la Iglesia, como si no hubiera estado en la voluntad de Jesucristo fundar su Iglesia[132]. Una vez roto el vínculo entre la voluntad de Cristo y la Iglesia, se busca el origen de la constitución jerárquica de la Iglesia en razones puramente humanas, fruto de meras coyunturas históricas. Se interpreta el testimonio bíblico desde presupuestos ideológicos, seleccionando algunos textos y elementos, y olvidando otros. Se habla de “modelos de Iglesia” que estarían presentes en el Nuevo Testamento: frente a la Iglesia de los orígenes, caracterizada por ser “discipular y carismática”, libre de ataduras, habría nacido después la “institucional y jerárquica”. El modelo de Iglesia “jerárquico, legal y piramidal”, surgido tardíamente, se distanciaría de las afirmaciones neotestamentarias, caracterizadas por poner el acento en la comunidad y en la pluralidad de carismas y ministerios, así como en la fraternidad cristiana, toda ella sacerdotal y consagrada. Este modo de presentar la Iglesia no tiene apoyo real en la Sagrada Escritura ni en la Tradición eclesial y desfigura gravemente el designio de Dios sobre el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, llevando a los fieles a actitudes de enfrentamiento dialéctico, según las cuales la riqueza de carismas y ministerios suscitados por el Espíritu Santo ya no son vistos en favor del bien común (cf.1 Cor 12, 4-12), sino como expresión de soluciones humanas que responden más a las luchas de poder que a la voluntad positiva del Señor[133].

44. De manera semejante hay quien niega la distinción entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, cuya diferencia «es esencial y no sólo de grado»[134]. Quien así razona pretende partir de que en el Nuevo Testamento no se considera a los ministros como “personas sagradas”, para concluir que esta “sacralización” del ministerio, o de un grupo dentro de la Iglesia, habría sido una adherencia histórica posterior. Este planteamiento silencia que Cristo es el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza (cf. Hb 4, 14-15; 7,26-28; 8-9), de cuyo ministerio participan algunos cristianos de manera especial, para hacerle presente sacramentalmente en la Iglesia. La posterior terminología sacerdotal no cambiará la realidad del ministerio apostólico testimoniado claramente en el Nuevo Testamento. En él se encuentran referencias a la incorporación al ministerio mediante la imposición de manos (cf. Hch 14, 23; 1 Tm 4, 14).

45. La falta de claridad respecto al ministerio ordenado en la Iglesia no ha sido ajena a la crisis vocacional de los últimos años. En algunos casos parece, incluso, que hay el deseo de provocar un “desierto vocacional” para así lograr que se produzcan cambios en la estructura interna de la Iglesia. Sin embargo, donde, manteniendo la doctrina católica, se ofrecen a los jóvenes ámbitos para el encuentro personal con Cristo en la oración litúrgica y personal, ordinariamente surgen las vocaciones para el sacerdocio ministerial. Es preciso recordar las determinaciones magisteriales acerca del varón como único sujeto válido del orden sacramental, porque tal fue la voluntad de Cristo al instituir el sacerdocio[135]. Algunos han pretendido injustificadamente que esa voluntad no consta en la Escritura, lo cual no corresponde a la interpretación auténtica de la Palabra de Dios escrita y transmitida[136]. La doctrina sobre la ordenación sacerdotal reservada a los varones debe ser mantenida de forma definitiva, pues «ha sido propuesta infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal»[137]. La comunión verdadera con el Magisterio de la Iglesia encuentra hoy día en este punto un criterio certero de verificación.

d) La Vida consagrada en la Iglesia

46. La Vida consagrada es un don del Padre a la Iglesia, quien, por medio del Espíritu Santo, suscita entre sus hijos un seguimiento especial de Cristo, en virginidad, pobreza y obediencia, testimoniando la esperanza del Reino de los Cielos[138]. En las personas consagradas, por estar «en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión»[139], resplandece de manera singular la naturaleza íntima de la vocación cristiana[140] y la aspiración esponsal de la Iglesia hacia la unión con Jesucristo. La Vida consagrada es una forma de sequela et imitatio Christi, seguimiento e imitación de la Persona del Señor. Por eso, se ve gravemente dañada cuando se asienta en una cristología que no responde a la Tradición eclesial.

47. Supone un reduccionismo eclesiológico concebir la Vida consagrada como una “instancia crítica” dentro de la Iglesia. Del sentire cum Ecclesia se pasa, en la práctica, al agere contra Ecclesiam cuando se vive la comunión jerárquica dialécticamente, enfrentando la “Iglesia oficial o jerárquica” con la “Iglesia pueblo de Dios”. Se invoca entonces “el tiempo de los profetas”, y las actitudes de disenso, que tanto dañan la comunión eclesial, se confunden con “denuncias proféticas”. Las consecuencias de estos planteamientos son desastrosas para todo el pueblo cristiano y, de modo particular, para los consagrados. En algunos este reduccionismo lleva a vaciar de contenido cristiano lo más nuclear de la consagración, los consejos evangélicos[141].

e) El Magisterio de la Iglesia y el fenómeno del disenso

48. Una expresión de los errores eclesiológicos señalados es la existencia de grupos que propagan y divulgan sistemáticamente enseñanzas contrarias al Magisterio de la Iglesia en cuestiones de fe y moral. Aprovechan la facilidad con que determinados medios de comunicación social prestan atención a estos grupos, y multiplican las comparecencias, manifestaciones y comunicados de colectivos e intervenciones personales que disienten abiertamente de la enseñanza del Papa y de los obispos. Al mismo tiempo reclaman para sí la condición de cristianos y católicos, cuando no son más que asociaciones meramente civiles. No se trata de asociaciones muy numerosas, pero su repercusión en los medios de comunicación hace que sus opiniones se difundan ampliamente y siembren la duda y la confusión entre los sencillos. Esta forma de actuar pone de manifiesto la carencia de factores esenciales de la fe cristiana, tal como los transmite la Tradición apostólica.

49. Estos grupos, cuya nota común es el disenso, se han manifestado en intervenciones públicas, entre otros temas y cuestiones ético-morales, a favor de las absoluciones colectivas y del sacerdocio femenino, y han tergiversado el sentido verdadero del matrimonio al proponer y practicar la “bendición” de uniones de personas homosexuales. La existencia de estos grupos siembra divisiones y desorienta gravemente al pueblo fiel, es causa de sufrimiento para muchos cristianos (sacerdotes, religiosos y seglares), y motivo de escándalo y mayor alejamiento para los no creyentes.

50. A través de estas manifestaciones se ofrece una concepción deformada de la Iglesia, según la cual existiría una confrontación continua e irreconciliable entre la “jerarquía” y el “pueblo”. La jerarquía, identificada con los obispos, se presenta con rasgos muy negativos: fuente de “imposiciones”, de “condenas” y de “exclusiones”. Frente a ella, el “pueblo”, identificado con estos grupos, se presenta con los rasgos contrarios: “liberado”, “plural” y “abierto”. Esta forma de presentar la Iglesia conlleva la invitación expresa a “romper con la jerarquía” y a “construir”, en la práctica, una “iglesia paralela”. Para ellos, la actividad de la Iglesia no consiste principalmente en el anuncio de la persona de Jesucristo y la comunión de los hombres con Dios, que se realiza mediante la conversión de vida y la fe en el Redentor, sino en la liberación de estructuras opresoras y en la lucha por la integración de colectivos marginados, desde una perspectiva preferentemente inmanentista.

51. Es necesario recordar, además, que existe un disenso silencioso que propugna y difunde la desafección hacia la Iglesia, presentada como legítima actitud crítica respecto a la jerarquía y su Magisterio, justificando el disenso en el interior de la misma Iglesia, como si un cristiano no pudiera ser adulto sin tomar una cierta distancia de las enseñanzas magisteriales. Subyace, con frecuencia, la idea de que la Iglesia actual no obedece al Evangelio y hay que luchar “desde dentro” para llegar a una Iglesia futura que sea evangélica. En realidad, no se busca la verdadera conversión de sus miembros, su purificación constante, la penitencia y la renovación[142], sino la transformación de la misma constitución de la Iglesia, para acomodarla a las opiniones y perspectivas del mundo. Esta actitud encuentra apoyo en miembros de Centros académicos de la Iglesia, y en algunas editoriales y librerías gestionadas por Instituciones católicas. Es muy grande la desorientación que entre los fieles causa este modo de proceder.

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