Hace un año, el Papa Francisco hablando en el Foro de las Asociaciones Familiares les decía que “el testimonio alegre de ser una familia y el compromiso con la buena política por y con las familias, deben ser los grandes objetivos”. Y añadía “¡Necesitamos niños!”. Los niños regeneran la alegría del amor.
En cambio, hace poco leía un artículo sobre la nueva “moda” de la exaltación de no tener vínculos, nada que pueda atarnos. Y se exaltaba la soltería desvinculada, y por tanto, sin hijos ni responsabilidades ni problemas. Una propuesta totalmente egoísta, que nos cierra en una civilización decrépita y llamada a la desgracia colectiva. Sin niños, la vida se vuelve gris, y las sociedades no van a ninguna parte. Entran en la decrepitud. Los matrimonios se cierran en los pequeños problemas que aún se hacen mayores. Y los ancianos no pueden ofrecer su experiencia y su amor paciente a nadie. Qué mundo más triste haremos si las jóvenes familias no salen de los miedos y engendran hijos, con amor y con responsabilidad de educarlos y ayudarles siempre. ¡Necesitamos a los niños! Necesitamos padres y madres valientes, que crean en la vida y la transmitan con generosidad.
La pequeña iglesia doméstica que es un matrimonio donde el padre y la madre viven unidos y fieles en el Señor, y que encuentran en los hijos su mayor alegría, nos hace caer en la cuenta de lo bella que es una familia con muchos hijos y nietos, ¡con mucha vida por compartir! No debemos poner la felicidad en el dinero, las empresas, el éxito o las muchas cosas realizadas. A veces se ha dicho que tener muchos hijos es no ser prudente, o algo totalmente imposible en nuestros tiempos. Pero lo cierto es que muchas familias numerosas testimonian lo contrario: salen adelante, y sus hijos son realmente espabilados, porque no reciben tantas contemplaciones, y porque tener hermanos es fuente de alegría profunda y de educación fraterna con más horizontes y mayor solidaridad. A las familias tentadas de desánimo hacia la educación de los hijos pequeños y de los adolescentes, siempre compleja y difícil, debemos animarles haciéndoles descubrir que ya vendrán tiempos mejores, y que lo que ahora están haciendo es una tarea fundamental. Podemos decirles que la vida de un hijo es para siempre, eterna, ya que su alma es inmortal y Dios se ha valido de sus padres para crearlo, educarlo y hacerlo un hijo suyo. Todo lo que damos a los pequeños, es valioso a los ojos de Dios, su verdadero Padre y Creador. Y es importante dedicarles tiempo, esfuerzo, sacrificios, y sobre todo mucha entrega y mucho amor. En una familia hay que saber amar, volver a empezar todos los días, perdonarse y valorarse entre todos. Por un hijo, se hace todo. Ellos nos hacen centrar en lo esencial e importante: ¡el amor!
Sé de algunos que, además de los hijos propios, o al no tenerlos, han acogido o adoptado a algún niño huérfano o abandonado. Cuánto valor tiene este amor tan gratuito. Siempre sabiendo y aceptando que el derecho de adopción lo tiene el niño, pero no los futuros padres. Los niños huérfanos o abandonados, ya han sufrido lo suficiente, y necesitan una familia estable, de un padre y una madre, que los quieran y les ayuden. Y los poderes públicos deben facilitar con medidas concretas que un niño siempre sea ayudado y acogido. Sólo así revertiremos la decrepitud demográfica. Amemos la vida. Valoremos el esfuerzo de tantos padres, abuelos y familiares que hacen mucho por los pequeños. Y démonos cuenta de que los niños nos hacen mirar el futuro con esperanza. Sin ellos, no habría futuro.