Como el sembrador de la parábola de Jesús (cf. Mateo 13,2-9, Marcos 4,1-9 y Lucas 8,4-8), debemos “salir a sembrar” el amor de Jesús sin complejos, con ardor y esperanza nuevos. Os aporto algunos rasgos distintivos de los llamados a ser apóstoles, misioneros y cooperadores en la obra de la evangelización.
- El evangelizador debe ser un “enamorado” de Jesucristo, que le tenga por el gran amigo suyo, por su todo, y que proponga la verdad evangélica y la salvación que ofrece Jesucristo, con respeto y sin presiones. Así valorará la libertad religiosa del otro, ofreciéndole y proponiéndole la elección de la verdad de Cristo. Todo el mundo tiene derecho a recibir el anuncio de la Buena Nueva de salvación, que es Cristo mismo, que le llevará a la conversión y adhesión personal de la fe, en la Iglesia.
- Debe ser persona de esperanza. Que no confíe sólo en sí mismo sino que acoja la acción del Espíritu que ya está activo en el corazón de los demás, en la cultura de su tiempo, y con el convencimiento de que vivimos la época que Dios Padre ha dispuesto para nosotros. Sin pesimismos. Con actitud paciente, sin esperar cosechas fáciles ni queriendo recoger donde quizás no se ha sembrado. La esperanza ahuyenta el miedo y nos ayuda a acoger los nuevos retos con coraje.
- Vive de la oración y la unión con Dios, y ama la Palabra y los Sacramentos. Hay que notar que vivimos de Dios. Somos débiles y pecadores, pero Él nos “aguanta” y fundamenta. Revisando continuamente la calidad de nuestro amor a Dios y al prójimo, la donación a los pobres, la vivencia de la fe y la humildad de nuestro vivir. Escuchando y estudiando la Palabra de Dios, formándonos y llevando una vida de conversión, sacramental y de oración que alimente y vivifique el amor a Cristo.
- Apasionado por la Iglesia, la acepta con sus límites y grandezas, y trabaja con pasión por la comunión y la unidad. El evangelizador participa en la propia comunidad, es miembro vivo de la Iglesia y forjador humilde de comunión eclesial. Ama y valora otros caminos de espiritualidad o de acción eclesiales. No se hace una fe a su medida, ni disiente o critica estérilmente.
- Es un testimonio de misericordia y de alegría, incluso de optimismo maduro. Regala tiempo y atención a las personas. Tiene que captar más lo que une que lo que separa, lo positivo de las personas y las ideas. Y esto desde la confianza en Dios. Sin adaptarse a las pautas del mundo alejado de Dios, sino al revés, proponiendo en todo, la verdad del Evangelio, y cuando sea necesario, yendo contracorriente.
- Un creyente que ama generosamente y da a conocer sus propias convicciones, con un amor que no huye de complicarse la vida y sacrificarse, cuando convenga. Vive la pobreza, austeridad y confianza en Dios, con «autenticidad» y coherencia. En contacto con los demás, con apertura y diálogo para aportar las razones del propio vivir cristiano, y escuchando también las razones del otro, con amistad y respeto, pero haciendo explícito lo que a menudo queda secreto, demasiado callado o implícito. Con un estilo de vida que “atraiga” hacia Cristo y los valores del Reino de Dios.