Todo el mes de noviembre lo dedicamos especialmente a recordar y rezar por todos los fieles difuntos, por nuestros queridos familiares, amigos y benefactores, y de forma especial oramos con espíritu de caridad por todos aquellos que nadie recuerda ya, pero que Dios no olvida nunca, porque son hijos suyos. ¿Y qué pedimos? Que los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, de la Virgen María y de todos los santos, les sean perdón y misericordia, y que Dios los tenga en su gloria, de vida eterna. «La oración por los difuntos, dice el Papa Francisco, sostenida por la esperanza que nos ha dado Cristo resucitado, no es una celebración del culto a la muerte, sino un acto de caridad hacia los hermanos y una asunción de las cargas de los demás.»
«Dios es un Dios de vivos«, decía Jesús (Mt 22,32). El amor que nos hemos tenido en esta vida no se marchita sino que se transforma y se hace aún mayor, eterno… Quien ama, ¿podría olvidar a sus muertos? De tal modo que vivir, es también vivir con los muertos que nos han precedido, y que no han dejado de existir sino que han pasado a una nueva existencia “en el Señor”, con una vida eterna, ilimitada, sobreabundante.
«Todos seremos transformados«, dice S. Pablo (1Co 15,51). Ciertamente no tenemos evidencias de esta transformación. Y cuando vamos a los cementerios, todo es silencio… Pero es que Dios quiere nuestra fe, y por eso se esconde en su silencio, para que podamos demostrarle el amor, con nuestra fe. Le gusta ser encontrado por quienes lo buscan. Y de alguna forma el silencio de Dios es imitado por el silencio de los muertos, que ya han salido de este mundo. Viven ya la infinitud de la vida y del amor de Dios, y por eso mismo su amor hacia nosotros ya no entra en los estrechos límites de nuestra pobre y finita vida de aquí abajo. Porque están vivos, callan. Debemos aprender a encontrarlos y a vivir en comunión con ellos, “por la fe”. Amar y orar por los difuntos, se convierte en signo de fe en nuestra propia resurrección.
Roguemos a ese Dios silencioso, y a los silenciosos difuntos; que nuestro amor y nuestra fidelidad a Él, y a ellos, sea testimonio de nuestra fe en el Dios de la Vida. Que nuestra alma no olvide a los difuntos. ¡Ellos están vivos! Viven la misma vida de Dios, ya sin velos ni claroscuros de fe, plenitud de amor, que nunca pasará… “Ahora vemos de forma oscura –dice S. Pablo-, como en un espejo poco claro; después veremos cara a cara. Ahora mi conocimiento es limitado; después conoceré del todo, tal y como Dios me conoce. Mientras, subsisten la fe, la esperanza y el amor, las tres; pero el amor es el mayor” (1 Co 13,8.12-13). El Papa Francisco nos recomienda que “recordemos que la comunión de la Iglesia incluye no sólo a nuestros hermanos y hermanas en este mundo, sino también a nuestros seres queridos ya difuntos. Caminando en el Espíritu, hacemos la obra de misericordia espiritual de orar por ellos, para que lleguen pronto a la meta de la visión eterna de Dios. La tradición de la Iglesia siempre ha exhortado a orar por los difuntos, en particular ofreciendo el sacrificio eucarístico por ellos: es la mejor ayuda espiritual que podemos dar a sus almas, especialmente a las más abandonadas.”