Los Obispos de la CEE en la Exhortación pastoral de marzo 2024 titulada: “Comunidades acogedoras y misioneras”, propusimos que el futuro de nuestra sociedad y el de la Iglesia pasan por la plena incorporación de los millones de personas inmigradas, con una enorme diversidad de procedencias, que han supuesto una transformación extraordinaria de nuestra realidad demográfica.
Según el Instituto de Estadística de Cataluña, el 1 de enero de 2023 residían en Cataluña 1.361.981 de personas con nacionalidad extranjera, es decir, el 17,2% de la población. En nuestra Diócesis, estos porcentajes van desde el 10,68% del Pallars Sobirà hasta el 28% en la Segarra, con Guissona como el municipio con el porcentaje más alto de toda Cataluña (52,7%). Más allá de la nacionalidad legal, hay que tener presente que de los casi 8 millones de ciudadanos de Cataluña, 1’7 millones han nacido fuera de España, procedentes de más de 170 países diferentes. En Andorra, hace ya décadas que las personas migradas superan a los nacionales. De los actuales 85.101 habitantes en el Principado (enero 2024), 57.802 son nacidos fuera del país y, de éstos, 13.149 son de países de fuera de Europa. Este fenómeno previsiblemente seguirá creciendo, como consecuencia de muchos factores: baja natalidad, demanda de cierta mano de obra y condiciones de vida que atraen a la población de países más pobres o con situaciones de miseria, guerra o inseguridad. También por trabajo o jubilación. Ante esto, o somos una Iglesia acogedora y misionera, o simplemente no seremos. Se reclama una profunda conversión personal y comunitaria y una renovación eclesial, que fomente la acogida y la misión.
La Iglesia ha defendido siempre que toda persona, con independencia de su origen y circunstancias, tiene una dignidad infinita e inviolable, y tiene el derecho de no tener que emigrar del propio país para vivir dignamente, o también tiene derecho a emigrar, siempre dentro de las exigencias del bien común. Por eso, el Papa Francisco insiste en que la actitud necesaria se concreta en cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar las personas emigrantes, especialmente aquellas más vulnerables, en una cultura de la hospitalidad, el diálogo y el encuentro interpersonal.
Debemos ser conscientes de las grandes aportaciones de los emigrantes. Ellos contribuyen con su trabajo al desarrollo económico y cubren diversas necesidades sociales. Ofrecen nuevas posibilidades para nuestro crecimiento personal, como fruto del dinamismo y la diversidad que generan. Podemos crecer en nuestro camino de fe, acercándonos y conociendo mejor las injusticias sociales que les obligan a emigrar. Son un “signo” que nos hace dar cuenta de la vocación a ser una sola familia.
Este nuevo pluralismo social es un reto formidable para la Iglesia, que es y quiere ser católica, que quiere vivir la universalidad del género humano en la fraternidad que proviene de Cristo Resucitado, promoviendo una “civilización del amor”. Esto pide a nuestras comunidades, cada vez más diversas, acoger, armonizar e integrar identidades culturales diferentes, a fin de promover sin miedo una nueva síntesis, una nueva identidad, un nuevo rostro, donde todo el mundo pueda sentirse amado y arraigado. Necesitamos abrir procesos de escucha y salir al encuentro de las personas, descubriendo a Dios en la vida de cada uno. Él es Padre de todos y nosotros somos hermanos.