Empieza este domingo y con el tiempo de Adviento, un nuevo año litúrgico. La Iglesia marca el curso del tiempo con la celebración de los principales eventos de la vida de Jesús y de la historia de la salvación. Al hacerlo, como Madre que es, ilumina el camino de nuestra existencia, nos sostiene en las ocupaciones cotidianas y nos orienta hacia el encuentro definitivo con Jesucristo, el Rey del Universo. Tenemos todo un año por delante, para disfrutar de la Palabra y del encuentro gozoso con Cristo y con su Cuerpo, que es la Iglesia. Amemos la Pascua y el domingo que son el centro del Año litúrgico.
El 14 de febrero de 1969, el Papa S. Pablo VI., con el Motu Proprio “Mysterii Paschalis”, aprobó el nuevo Calendario romano general, promovido y pedido por el Concilio Vaticano II, que ordena y enseña las celebraciones litúrgicas que nos acompañarán durante todo el año. El calendario había sido el primer objetivo del equipo responsable de poner en práctica la Constitución sobre Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II, ya que sin Calendario no se podía realizar la reforma del Misal y del Oficio divino, ejes de la oración oficial de la Iglesia Católica.
El Año litúrgico nos marca el ciclo anual de los misterios de Cristo, de la Virgen María, unida a la obra salvífica de su Hijo, y de las memorias de los mártires y de los santos que interceden por nosotros. Pero sobre todo en el calendario del año litúrgico encontramos las celebraciones de los misterios de la redención cristiana, centrados en el Misterio pascual de Nuestro Señor Jesucristo.
“Durante todo el año iremos centrando nuestra atención en el encuentro con la persona de Jesús. Para un cristiano lo más importante es el encuentro continuado con el Señor, estar con el Señor. Y así, acostumbrados a estar con el Señor de la vida, nos preparamos a estar con el Señor en la eternidad”, dice el Papa Francisco. Y este encuentro definitivo vendrá al final del mundo. El Señor viene todos los días, para que, con su gracia, podamos amar de verdad y hacer el bien. Nuestro Dios es un Dios-que-viene, y que viene continuamente: ¡Él no decepciona nuestra espera! Nunca lo hace. Se hace esperar quizás algún momento en la oscuridad para hacer madurar nuestra esperanza, pero nunca decepciona. Siempre viene, siempre está a nuestro lado. A veces no se deja ver, pero viene siempre. Ha venido en un preciso momento histórico y se ha hecho hombre para cargar sobre él nuestros pecados. Vendrá al final de los tiempos como juez universal; y viene también una tercera vez, en una tercera modalidad: viene cada día a visitar a su pueblo, a visitar a cada hombre y cada mujer que le acoge en la Palabra, en los Sacramentos, en los hermanos. Jesús, nos dice la Biblia, está en la puerta y llama. Está en la puerta de nuestro corazón y llama. ¿Sabremos escuchar al Señor que llama, que viene a visitarnos, que llama con una inquietud, una idea, una inspiración? Vino a Belén, vendrá al final del mundo, y cada día viene a nosotros, especialmente en la Eucaristía y en el amor a los hermanos. Y la Eucaristía es su venida humilde y entregada, y su presencia real y permanente para darnos vida y vida abundante.
¡Comprometámonos a vivir todo este año litúrgico con fe y perseverancia, escuchando la Palabra y siendo fieles a la participación en la fracción del Pan, la santa misa, que alimenta nuestro amor y nuestra esperanza!