Domingo XXIV del tiempo ordinario (A)

Amados hermanos:

La liturgia del domingo pasado nos ayudaba a entender el amor fraterno y nos espoleaba con fuerza a practicarlo hasta el punto de invitarnos a procurar el bien del hermano también en el aspecto de la fe y la espiritualidad. Prosiguiendo en el mismo tema, hoy, las lecturas nos introducen en el tema del perdón de las ofensas, que es una de las mejores demostraciones de amor. La irritación, el rencor, el distanciamiento voluntario ante quien nos ha ofendido, son contrarios al amor, hasta el punto que no es posible perdonar sin amar, ni amar sin perdonar; y aquella carencia de amor produce un círculo vicioso de pecado: alguien ha pecado al hacernos daño y, no perdonando, nosotros pecamos también, por haberle dejado de amar. Nos lo ha dicho el libro del Eclesiástico: ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor?

Si pensamos serenamente, concluiremos que para sentirnos bien y libres interiormente, tenemos tanta necesidad de perdonar como de sentirnos perdonados.

El caso es que, si somos sinceros para con nosotros mismos, deseamos ardientemente sentirnos perdonados por Dios de muchas faltas y pecados que a veces han agobiado nuestra conciencia. Nos place sumamente sabernos perdonados y que nuestras culpas sean olvidadas como nosotros mismos queremos olvidarlas. Para conseguirlo hay un solo camino: Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo podía esperar el perdón del rey aquel ministro de la parábola que le debía una gran suma, si él estrangulaba a uno de sus colegas hasta que no le devolviera una insignificante cantidad que le debía?

Perdonar hasta el olvido el mal que nos han hecho es muy difícil para nosotros; más todavía, es imposible sin estar muy cerca de Dios que nos da su gracia y el modelo de su magnanimidad, de su disposición a perdonar sin condiciones, él que es lento en la ira y rico en clemencia. La benignidad de Dios se puso de manifiesto en Jesús, que no se recataba de acercarse a los pecadores, de amarlos y de perdonarlos, incluso a los que le inflingieron los tormentos y la muerte en cruz.

Quizás lo más difícil de entender y perdonar es la reincidencia, es decir, a aquel que nos ha ofendido reiteradamente y no da muestras claras de querer cambiar. Por esta razón pregunta Pedro: Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? A Pedro le debió parecer que siete eran ya muchas veces, que era una prueba suficiente de benignidad y de paciencia. Por ello le dejó sin palabra la respuesta de Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

No les debía llegar por sorpresa, ni a Pedro ni a los demás, aquella respuesta de Jesús, puesto que el Maestro les había enseñado en otra ocasión cómo era conveniente que rezasen, cuando les dijo: Cuando oréis, decid: ‘perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden’. Nada hay seguramente que nos eleve a un parecido tan grande con Dios como el perdonar sin condiciones y sin tope ni medida, por ser muestra evidente de un verdadero amor. Un amor semejante al que Dios nos tiene.