“Queridos hermanos y hermanas, ¡miremos a Cristo traspasado en la Cruz! Él es la revelación más impresionante del amor de Dios, un amor en el que eros y agapé, lejos de contraponerse, se iluminan mutuamente. En la Cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: Él tiene sed del amor de cada uno de nosotros. El apóstol Tomás reconoció a Jesús como “Señor y Dios” cuando puso la mano en la herida de su costado. No es de extrañar que, entre los santos, muchos hayan encontrado en el Corazón de Jesús la expresión más conmovedora de este misterio de amor. Se podría incluso decir que la revelación del eros de Dios hacia el hombre es, en realidad, la expresión suprema de su agapé. En verdad, sólo el amor en el que se unen el don gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de reciprocidad infunde un gozo tan intenso que convierte en leves incluso los sacrificios más duros. Jesús dijo: “Yo cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”. La respuesta que el Señor desea ardientemente de nosotros es ante todo que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por Él. Aceptar su amor, sin embargo, no es suficiente. Hay que corresponder a ese amor y luego comprometerse a comunicarlo a los demás: Cristo “me atrae hacia sí” para unirse a mí, para que aprenda a amar a los hermanos con su mismo amor.