Iniciamos el mes de junio, el mes en el que tradicionalmente nos encomendamos a la misericordia amorosa de Jesucristo, en su imagen del Sagrado Corazón de Jesús, fuente de nuestra total confianza. La jaculatoria “Sagrado Corazón de Jesús, ¡en vos confío!” debe llenar de sentido nuestra intercesión, y debe estar más presente durante todos estos días, con amor, y como unida a nuestra respiración, porque queremos vivir en la confianza que da sentido a toda nuestra vida. La encíclica del Papa Pío XII, “Haurietis aquas” (1956), sobre el culto al Sdo. Corazón de Jesús, marcó un gran influjo teológico y espiritual respecto a esta devoción mayor de toda la Iglesia y ahora es una de las solemnidades del Señor relevante en el calendario litúrgico postconciliar.
Del Corazón de Jesús, símbolo particularmente expresivo del amor divino, atravesado por la lanza de un soldado (cf. Jn 19,33-34), brotan dones abundantes para la vida del mundo: “Yo he venido para que tengan vida y vida abundante” (Jn 10,10). Estos son los dones que recordaba el Papa Pío XII en su encíclica: la misma vida de Cristo, el Espíritu Santo, la Eucaristía y el ministerio sacerdotal, la Iglesia, su Madre María, y su oración incesante por nosotros (cf. nn. 36-44).
Siempre, pero aún más intensamente en este mes de junio, intentaremos vivir la unión con los sentimientos tan grandes y tan nobles que llenaban el Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo. Él estaba rebosante de amor al Padre, y se sabía eternamente amado por el Padre: “Tal como el Padre me ama, también Yo os amo. Permaneced en mi amor” (Jn 15,9). Es una verdad de fe que conmueve, y que puede y debe llenar toda nuestra vida de confianza. Es necesario que escuchemos muy adentro este «¡Yo te amo!» dirigido a cada uno, porque nos lo dice Aquel que se ha proclamado «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).
Cerca del Corazón de Cristo, el corazón del hombre aprende a conocer el sentido verdadero y único de su vida y de su destino, a comprender el valor de una vida auténticamente cristiana, a evitar ciertas perversiones del corazón humano y a unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo. Así –y ésta es la verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador- sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia se podrá reconstruir la tan deseada civilización del amor, el Reinado del Corazón de Cristo (cf. Carta de S. Juan Pablo II al P. General de los Jesuitas de 5.X.1986).
La devoción al Sagrado Corazón de Jesús también es «reparación» de las ofensas que en el mundo se le hacen. Los pecadores no quieren libremente acoger ese amor. Y esto “hace sufrir” a Dios, y debería hacernos sufrir más a nosotros. Sta. Teresa del Niño Jesús sufría porque el Amor no era amado. Reparemos nosotros con actos de amor, el desamor de muchos, el pecado de quienes se alejan de Dios. La devoción al Corazón de Jesucristo debe desembocar en una “consagración” a Él, ofreciéndole todo lo que somos y lo que podemos. Cuando uno recibe mucho, queda atraído, queda cautivado por esta infinita condescendencia, y no puede sino amar, consagrarse a ese amor. Como enseñaba hace un año el Papa Francisco, «Quien se deja atraer por el amor de Cristo, convirtiéndose en su discípulo, también siente el deseo de llevar a todos la misericordia y la compasión que brotan de su Corazón.»