Cuando se habla de la actual crisis de fe o se dan los resultados de alguna consulta sociológica al respecto, una de las cosas que más llama la atención son los altos porcentajes de los que no creen en la vida más allá de la muerte. No pocos afirman creer en Dios e incluso en Jesucristo y, no obstante, sienten grandes reparos a la hora de afirmar su fe en la vida eterna. Todavía, algunos prefieren adherirse a conceptos exóticos como el de la reencarnación, para darse una respuesta a esta cuestión trascendente, pensando que el paso por muchas vidas diferentes, sería un peregrinaje de purificación.
Pero, he aquí que el hombre, por si sólo y con sus propios medios, es incapaz de purificarse moralmente. De alguna manera, le ocurre como al niño pequeño, que es muy capaz de ensuciarse, pero es siempre la madre quien lo ha de lavar. Por la luz del Evangelio sabemos que el mal moral produce, además de la ofensa a Dios y a los hermanos, una especie de trauma psicológico, una herida en el alma -en la conciencia- que solamente puede ser curada adecuadamente desde fuera, por la mano amorosa del otro. Sabemos igualmente que la ropa sucia nunca se limpia sola por más vueltas que dé, sino gracias al jabón o detergente de la colada. San Pablo lo expone claramente, cuando dice: El cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida (…) El que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús, vivificará también vuestros cuerpos mortales. Mucho antes el profeta Ezequiel lo había comprendido, cuando escribió: Os infundiré mi espíritu y viviréis.
El afán de protagonismo personal dificulta nuestra fe en la resurrección. El proceso es, más o menos, éste: Si la resurrección dependiera de nosotros, si fuéramos nosotros mismos los artífices de nuestra resurrección, si tuviéramos la magia de renacer de nuestras cenizas, entonces lo aceptaríamos con cierta facilidad. Pero no es así: el único protagonista de la vida es Dios, y es él el único que puede restaurar una vida que se perdió. Dicho de otra manera: nos gustaría resucitarnos, no que nos resuciten. Como si tuviéramos en nosotros mismos el germen de la vida, cuando, de hecho, no hemos intervenido tan siquiera en el inicio de nuestra vida corporal.
Escuchando a Jesús con fe y confianza, lo aceptaremos más fácilmente. Porque, él sí ha dispuesto de la vida devolviéndola a Lázaro y retomando él la suya propia, después de la muerte, por el poder infinito del Padre. Un poder que él mismo se atribuyó, diciendo: Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá. Justamente resucitó a Lázaro para confirmar sus palabras con aquel poderoso signo, para que los hombres crean en él que es la vida y, creyendo en él, lleguen a ver la gloria de Dios, participando de su misma vida de resucitado.
Antes de la venida de Jesús, en el Antiguo Testamento, era mucho más difícil confesar la fe en la resurrección. Con todo, encontramos en el libro de Job una espléndida confesión de fe en la vida después de la muerte. El autor de aquel libro pone en boca de Job estas clarísimas palabras: ¡Yo contemplaré a Dios! Yo mismo lo contemplaré, le verán mis propios ojos, no los de otro: mi corazón lo ansía en su interior. A nosotros, después de la palabra de Jesús y muy especialmente después de su resurrección, no es mucho más fácil llegar a esta confiada confesión de fe.