El dia 10 de gener, el Sant Pare Francesc va oferir una recepció d’inici de l’any 2022 al Cos Diplomàtic acreditat davant la Santa Seu. El text del seu Discurs és aquest:
Excelencias, señoras y señores:
Ayer concluyó el tiempo litúrgico de Navidad, período privilegiado para cultivar las relaciones familiares, que a veces nos encuentran distraídos y alejados, ocupados —como frecuentemente estamos durante el año— en muchos otros compromisos. Hoy queremos continuar con ese espíritu, volviéndonos a reunir como una gran familia, que se encuentra y dialoga. En definitiva, este es el objetivo de la diplomacia: ayudar a dejar a un lado los desacuerdos de la convivencia humana, favorecer la concordia y experimentar cómo, cuando superamos las arenas movedizas de los conflictos, podemos redescubrir el sentido de la profunda unidad de la realidad.[1]
Les agradezco de modo especial que hayan querido tomar parte el día de hoy en nuestro “encuentro de familia” anual, ocasión propicia para formularnos recíprocamente nuestros mejores deseos para el año nuevo y para considerar juntos las luces y sombras de nuestro tiempo. Expreso un agradecimiento particular al Decano, Su Excelencia el señor George Poulides, Embajador de Chipre, por la amabilidad de las palabras que me ha dirigido en nombre de todo el Cuerpo diplomático. Por medio de ustedes, también deseo hacer llegar mi saludo y mi afecto a los pueblos que representan.
Vuestra presencia siempre es un signo tangible de la atención que vuestros países tienen para con la Santa Sede y por su papel en la comunidad internacional. Muchos de ustedes llegaron de otras capitales para este evento, uniéndose así al nutrido grupo de los embajadores residentes en Roma, al que en breve también se agregará el de la Confederación Suiza.
Queridos embajadores:
En estos días vemos cómo la lucha contra la pandemia requiere aún un notable esfuerzo por parte de todos y cómo también el nuevo año se presenta desafiante. El coronavirus sigue creando aislamiento social y cosechando víctimas y, entre los que han perdido la vida, quisiera recordar al recientemente fallecido Mons. Aldo Giordano, Nuncio Apostólico muy conocido y estimado en el seno de la comunidad diplomática. Al mismo tiempo, hemos podido constatar que en los lugares donde se ha llevado adelante una campaña de vacunación eficaz, ha disminuido el riesgo de un avance grave de la enfermedad.
Por lo tanto, es importante que se continúen los esfuerzos para inmunizar a la población lo más que se pueda. Esto requiere un múltiple compromiso a nivel personal, político y de la comunidad internacional en su conjunto. En primer lugar, a nivel personal. Todos tenemos la responsabilidad de cuidar de nosotros mismos y de nuestra salud, lo que se traduce también en el respeto por la salud de quien está cerca de nosotros. El cuidado de la salud constituye una obligación moral. Lamentablemente, cada vez más constatamos cómo vivimos en un mundo de fuertes contrastes ideológicos. Muchas veces nos dejamos influenciar por la ideología del momento, a menudo basada en noticias sin fundamento o en hechos poco documentados. Toda afirmación ideológica cercena los vínculos que la razón humana tiene con la realidad objetiva de las cosas. En cambio, la pandemia nos impone una suerte de “cura de realidad”, que requiere afrontar el problema y adoptar los remedios adecuados para resolverlo. Las vacunas no son instrumentos mágicos de curación, sino que representan ciertamente, junto con los tratamientos que se están desarrollando, la solución más razonable para la prevención de la enfermedad.
Por otra parte, la política debe comprometerse a buscar el bien de la población por medio de decisiones de prevención e inmunización, que interpelen también a los ciudadanos para que puedan sentirse partícipes y responsables, por medio de una comunicación transparente de las problemáticas y de las medidas idóneas para afrontarlas. La falta de firmeza decisional y de claridad comunicativa genera confusión, crea desconfianza y amenaza la cohesión social, alimentando nuevas tensiones. Se instaura un “relativismo social” que hiere la armonía y la unidad.
Por último, es necesario un compromiso global de la comunidad internacional, para que toda la población mundial pueda acceder de la misma manera a los tratamientos médicos esenciales y a las vacunas. Lamentablemente, se constata con dolor que, en extensas zonas del mundo, el acceso universal a la asistencia sanitaria sigue siendo un espejismo. En un momento tan grave para toda la humanidad, reitero mi llamamiento para que los gobiernos y los entes privados implicados muestren sentido de responsabilidad, elaborando una respuesta coordinada a todos los niveles (local, nacional, regional y global), mediante nuevos modelos de solidaridad e instrumentos aptos para reforzar las capacidades de los países más necesitados. Me permito exhortar, en particular, a los estados que se están esforzando por establecer un instrumento internacional sobre la preparación y la respuesta a las pandemias, bajo el patrocinio de la Organización Mundial de la Salud, para que adopten una política de desinteresada ayuda mutua, como principio clave para que el acceso a instrumentos diagnósticos, vacunas y fármacos esté garantizado a todos. Asimismo, sería conveniente que instituciones como la Organización Mundial del Comercio y la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual adecuen sus propios instrumentos jurídicos, para que las reglas monopólicas no constituyan ulteriores obstáculos a la producción y a un acceso organizado y coherente a los tratamientos a nivel mundial.
Queridos embajadores:
El año pasado, gracias también a la flexibilización de las restricciones dispuestas en el 2020, tuve ocasión de recibir a muchos jefes de estado y de gobierno, además de diversas autoridades civiles y religiosas.
Entre los múltiples encuentros, quisiera mencionar aquí la jornada del pasado 1 de julio, dedicada a la reflexión y a la oración por el Líbano. Al querido pueblo libanés, azotado por una crisis económica y política difícil de remediar, deseo renovar hoy mi cercanía y mi oración, mientras espero que las reformas necesarias y el apoyo de la comunidad internacional ayuden al país a permanecer firme en su identidad como modelo de coexistencia pacífica y de fraternidad entre las diversas religiones ahí presentes.
Durante el año 2021, también pude reanudar los viajes apostólicos. En el mes de marzo tuve la alegría de visitar Irak. Quiso la Providencia que esto sucediera como un signo de esperanza después de años de guerra y terrorismo. El pueblo iraquí tiene derecho a recuperar la dignidad que le pertenece y a vivir en paz. Sus raíces religiosas y culturales son milenarias: Mesopotamia es cuna de civilización; fue de allí de donde Dios llamó a Abrahán para dar inicio a la historia de la salvación.
Después, en septiembre, visité Budapest para la clausura del Congreso Eucarístico Internacional; y, luego, Eslovaquia. Fue una oportunidad de encuentro con los fieles católicos y de otras confesiones cristianas, como también de diálogo con los judíos. Del mismo modo, el viaje a Chipre y Grecia, del que conservo vivos recuerdos, me permitió profundizar los vínculos con los hermanos ortodoxos y experimentar la fraternidad entre las diversas confesiones cristianas.
Una parte conmovedora de este viaje tuvo lugar en la isla de Lesbos, donde pude constatar la generosidad de quienes trabajan para brindar acogida y ayuda a los migrantes, pero sobre todo vi los rostros de muchos niños y adultos alojados en los centros de acogida. En sus ojos está el cansancio del viaje, el miedo a un futuro incierto, el dolor por los propios seres queridos que dejaron atrás y la nostalgia de la patria que se vieron obligados a abandonar. Ante estos rostros no podemos permanecer indiferentes ni quedarnos atrincherados detrás de muros y alambres espinados, con el pretexto de defender la seguridad o un estilo de vida. Esto no se puede.
Por eso, agradezco a todos aquellos, personas y gobiernos, que se esfuerzan por garantizar acogida y protección a los migrantes, haciéndose cargo también de su promoción humana y de su integración en los países que los han acogido. Soy consciente de las dificultades que algunos estados encuentran frente a flujos ingentes de personas. A nadie se le puede pedir lo que no puede hacer, pero hay una clara diferencia entre acoger, aunque sea limitadamente, y rechazar totalmente.
Es necesario vencer la indiferencia y rechazar la idea de que los migrantes sean un problema de los demás. El resultado de semejante planteamiento se ve en la deshumanización misma de los migrantes, concentrados en los centros de registro e identificación —hotspot—, donde acaban siendo presa fácil de la delincuencia y de los traficantes de seres humanos, o por intentar desesperados planes de fuga que a veces culminan con la muerte. Lamentablemente, también es preciso destacar que los mismos migrantes a menudo son transformados en armas de coacción política, en una especie de “artículo de negociación”, que despoja a las personas de su dignidad.
En esta sede, deseo renovar mi gratitud a las autoridades italianas, gracias a las cuales algunas personas pudieron venir conmigo a Roma desde Chipre y Grecia. Se trató de un gesto sencillo pero significativo. Al pueblo italiano, que sufrió mucho al comienzo de la pandemia, pero que también ha demostrado alentadores signos de recuperación, dirijo mis mejores votos, para que mantenga siempre el espíritu de apertura generosa y solidaria que lo distingue.
Al mismo tiempo, considero de fundamental importancia que la Unión Europea encuentre su cohesión interna en la gestión de las migraciones, como la ha sabido encontrar para hacer frente a las consecuencias de la pandemia. Es necesario, en efecto, dar vida a un sistema coherente e integral de gestión de las políticas migratorias y de asilo, de modo que se compartan las responsabilidades en la recepción de migrantes, la revisión de las solicitudes de asilo, la redistribución e integración de cuantos puedan ser acogidos. La capacidad de negociar y encontrar soluciones compartidas es uno de los puntos de fuerza de la Unión Europea y constituye un modelo válido para afrontar con visión los retos globales que nos esperan.
Las migraciones, sin embargo, no conciernen sólo a Europa, aunque se vea especialmente afectada por los flujos provenientes de África y Asia. En estos años hemos asistido, entre otras cosas, al éxodo de los prófugos sirios, al que se han agregado en los últimos meses los que huyeron de Afganistán. Tampoco debemos olvidar los éxodos masivos que afectan al continente americano y que crean presión en la frontera entre México y Estados Unidos de América. Muchos de esos migrantes son haitianos que huyen de las tragedias que han golpeado su país en estos años.
La cuestión migratoria, como también la pandemia y el cambio climático, muestran claramente que nadie se puede salvar por sí mismo, es decir, que los grandes desafíos de nuestro tiempo son todos globales. Por eso, es preocupante constatar que, frente a una mayor interconexión de los problemas, vaya creciendo una mayor fragmentación de las soluciones. Con frecuencia se observa una falta de voluntad de querer abrir ventanas de diálogo y señales de fraternidad, y esto termina por alimentar más tensiones y divisiones, así como una sensación generalizada de incertidumbre e inestabilidad. Es necesario, en cambio, recuperar el sentido de nuestra común identidad como única familia humana. La alternativa sólo es un creciente aislamiento, marcado por exclusiones y clausuras recíprocas que de hecho ponen aún más en peligro la multilateralidad, que es ese estilo diplomático que ha caracterizado las relaciones internacionales desde el final de la segunda guerra mundial.
Hace tiempo que la diplomacia multilateral atraviesa una crisis de confianza, debida a una reducida credibilidad de los sistemas sociales, gubernamentales e intergubernamentales. A menudo se toman importantes resoluciones, declaraciones y decisiones sin una verdadera negociación en la que todos los países tengan voz y voto. Este desequilibrio, que hoy se ha vuelto dramáticamente evidente, genera una falta de aprecio hacia los organismos internacionales por parte de muchos estados y debilita el sistema multilateral en su conjunto, reduciendo cada vez más su capacidad para afrontar los desafíos globales.
El déficit de eficacia de muchas organizaciones internacionales también se debe a las diferentes visiones, que tienen los diversos miembros, de los fines que estas deberían alcanzar. Con frecuencia, el centro de interés se ha trasladado a temáticas que por su naturaleza provocan divisiones y no están estrechamente relacionadas con el fin de la organización, dando como resultado agendas cada vez más dictadas por un pensamiento que reniega los fundamentos naturales de la humanidad y las raíces culturales que constituyen la identidad de muchos pueblos. Como tuve oportunidad de afirmar en otras ocasiones, considero que se trata de una forma de colonización ideológica, que no deja espacio a la libertad de expresión y que hoy asume cada vez más la forma de esa cultura de la cancelación, que invade muchos ámbitos e instituciones públicas. En nombre de la protección de las diversidades, se termina por borrar el sentido de cada identidad, con el riesgo de acallar las posiciones que defienden una idea respetuosa y equilibrada de las diferentes sensibilidades. Se está elaborando un pensamiento único —peligroso— obligado a renegar la historia o, peor aún, a reescribirla en base a categorías contemporáneas, mientras que toda situación histórica debe interpretarse según la hermenéutica de la época, no según la hermenéutica de hoy.
Por eso, la diplomacia multilateral está llamada a ser verdaderamente inclusiva, no suprimiendo sino valorando las diversidades y las sensibilidades históricas que distinguen a los distintos pueblos. De ese modo, esta volverá a adquirir credibilidad y eficacia para afrontar los próximos retos, que exigen a la humanidad que vuelva a reunirse como una gran familia, la cual, aunque partiendo de puntos de vista diferentes, debe ser capaz de encontrar soluciones comunes para el bien de todos. Esto exige confianza recíproca y disponibilidad para dialogar, concretamente para «escucharse, confrontarse, ponerse de acuerdo y caminar juntos».[2] Por otra parte, «el diálogo es el camino más adecuado para llegar a reconocer aquello que debe ser siempre afirmado y respetado, y que está más allá del consenso circunstancial».[3] Nunca debemos olvidar que «hay algunos valores permanentes».[4] No siempre es fácil reconocerlos, pero aceptarlos «otorga solidez y estabilidad a una ética social. Aun cuando los hayamos reconocido y asumido gracias al diálogo y al consenso, vemos que esos valores básicos están más allá de todo consenso».[5] Deseo destacar especialmente el derecho a la vida, desde la concepción hasta su fin natural, y el derecho a la libertad religiosa.
En esta perspectiva, en los últimos años ha crecido cada vez más la conciencia colectiva en lo referente a la urgencia de afrontar el cuidado de nuestra casa común, que está sufriendo a causa de una continua e indiscriminada explotación de los recursos. A este respecto, pienso especialmente en las Filipinas, golpeadas en las semanas pasadas por un tifón devastador, como también en otras naciones del Pacífico, vulnerables por los efectos negativos del cambio climático, que ponen en riesgo la vida de los habitantes, la mayoría de los cuales dependen de la agricultura, la pesca y los recursos naturales.
Esta constatación es precisamente la que debe impulsar a la comunidad internacional en su conjunto a encontrar soluciones comunes y ponerlas en práctica. Nadie puede eximirse de dicho esfuerzo, porque nos atañe e implica a todos en la misma medida. En la reciente COP26, en Glasgow, se dieron algunos pasos que van en la correcta dirección, aunque más bien débiles respecto a la consistencia del problema a afrontar. El camino para alcanzar los objetivos del Acuerdo de París es complejo y parece todavía largo, mientras el tiempo a disposición es cada vez menos. Todavía hay mucho que hacer, y por consiguiente el 2022 será otro año fundamental para verificar cuánto y cómo, lo que se decidió en Glasgow, pueda y deba ser reforzado posteriormente, en consideración a la COP27, prevista para el próximo mes de noviembre en Egipto.
Excelencias, señoras y señores:
El diálogo y la fraternidad son los dos frentes esenciales para superar las crisis del momento actual. Sin embargo, «a pesar de los numerosos esfuerzos encaminados a un diálogo constructivo entre las naciones, el ruido ensordecedor de las guerras y los conflictos se amplifica»[6], y toda la comunidad internacional debe interrogarse sobre la urgencia de encontrar soluciones a los interminables conflictos, que a veces adoptan la forma de verdaderas guerras subsidiarias (proxy wars).
Pienso en primer lugar en Siria, donde todavía no hay un horizonte claro para la recuperación del país. Aún hoy, el pueblo sirio sigue llorando a sus muertos y la pérdida de todo, con la esperanza de un futuro mejor. Se necesitan reformas políticas y constitucionales para que el país renazca, sin embargo, es también indispensable que las sanciones aplicadas no afecten directamente a la vida cotidiana, ofreciendo un rayo de esperanza a la población, cada vez más atenazada por la pobreza.
Tampoco podemos olvidar el conflicto en Yemen, una tragedia humana que lleva años desarrollándose en silencio, lejos de los reflectores mediáticos y ante una cierta indiferencia de la comunidad internacional, que sigue causando numerosas víctimas civiles, especialmente mujeres y niños.
Durante el año pasado no se produjo ningún avance en el proceso de paz entre Israel y Palestina. Me gustaría que estos dos pueblos reconstruyeran la confianza entre ellos y volvieran a hablarse directamente para poder llegar a vivir en dos estados, uno junto al otro, en paz y seguridad, sin odio ni resentimiento, pero curados por el perdón recíproco.
Las tensiones institucionales en Libia son motivo de preocupación, así como también los episodios de violencia provocados por el terrorismo internacional en la región del Sahel y los conflictos internos en Sudán, Sudán del Sur y Etiopía, donde es necesario «encontrar el camino de la reconciliación y la paz a través de un debate sincero, que ponga las exigencias de la población en primer lugar».[7]
Las desigualdades profundas, las injusticias y la corrupción endémica, así como las diversas formas de pobreza que ofenden la dignidad de las personas, también siguen alimentando los conflictos sociales en el continente americano, donde la polarización cada vez más fuerte no ayuda a resolver los problemas reales y urgentes de los ciudadanos, especialmente de los más pobres y vulnerables.
La confianza mutua y la voluntad para un debate sereno deben animar a todas las partes implicadas para encontrar soluciones aceptables y duraderas en Ucrania y en el Cáucaso meridional, así como evitar la apertura de nuevas crisis en los Balcanes, sobre todo en Bosnia y Herzegovina.
Diálogo y fraternidad son más urgentes que nunca para hacer frente, con sabiduría y eficacia, a la crisis que afecta desde hace casi un año a Myanmar, donde las calles que antes eran lugares de encuentro son ahora escenario de enfrentamientos, que no perdonan ni siquiera los lugares de oración.
Evidentemente, todos los conflictos se ven facilitados por la abundancia de armas disponibles y la falta de escrúpulos de quienes se encargan de difundirlas. A veces nos hacemos la ilusión de que las armas sólo sirven para disuadir a posibles agresores. La historia, y por desgracia también las noticias, nos enseñan que no es así. Quien tiene armas, tarde o temprano acaba usándolas, porque, como decía san Pablo VI, «no es posible amar con armas ofensivas en las manos».[8] Además, «cuando nos entregamos a la lógica de las armas y nos alejamos del ejercicio del diálogo, nos olvidamos trágicamente de que las armas, antes incluso de causar víctimas y ruinas, tienen la capacidad de provocar pesadillas».[9] Estas preocupaciones se concretan aún más hoy en día por la disponibilidad y el uso de armamentos autónomos, que pueden tener consecuencias terribles e imprevisibles, mientras que deberían estar sujetas a la responsabilidad de la comunidad internacional.
Entre las armas que la humanidad ha producido, las nucleares son motivo de especial preocupación. A finales de diciembre pasado se pospuso de nuevo, por causa de la pandemia, la X Conferencia de Revisión del Tratado de No Proliferación de las Armas Nucleares, que estaba prevista en Nueva York para estos días. Un mundo sin armas nucleares es posible y necesario. En este sentido, deseo que la comunidad internacional aproveche la oportunidad de dicha conferencia para dar un paso significativo en esta dirección. La Santa Sede sigue insistiendo en que las armas nucleares son instrumentos inadecuados e inapropiados para responder a las amenazas a la seguridad en el siglo XXI y que su posesión es inmoral. Su fabricación desvía recursos a las perspectivas de un desarrollo humano integral y su uso, además de producir consecuencias humanitarias y medioambientales catastróficas, amenaza la existencia misma de la humanidad. La Santa Sede considera también importante que la reanudación de las negociaciones en Viena sobre el Acuerdo Nuclear con Irán (Joint Comprehensive Plan of Action) pueda alcanzar resultados positivos para garantizar un mundo más seguro y fraterno.
Queridos embajadores:
En mi mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, celebrada el pasado 1 de enero, he querido destacar los elementos que considero esenciales para fomentar una cultura del diálogo y la fraternidad.
Un lugar especial lo ocupa la educación, a través de la cual se forman las nuevas generaciones, que son la esperanza y el futuro del mundo. Es el vector principal del desarrollo humano integral, ya que hace a la persona libre y responsable.[10] El proceso educativo es lento y complicado, a veces puede llevar al desánimo, pero nunca se puede abandonar; es una expresión eminente del diálogo, porque no hay verdadera educación que no sea dialógica en su estructura. Asimismo, la educación genera cultura y construye puentes de encuentro entre los pueblos. La Santa Sede ha subrayado el valor de la educación participando en la Expo Dubái 2021, en los Emiratos Árabes Unidos, con un pabellón inspirado en el tema de la Exposición: “Conectando mentes, creando el futuro”.
La Iglesia Católica siempre ha reconocido y valorado el papel de la educación en el crecimiento espiritual, moral y social de las jóvenes nuevas generaciones. Por ello, me resulta aún más doloroso constatar que en diversos ámbitos educativos ―parroquias y colegios― se han producido abusos a menores, con graves consecuencias psicológicas y espirituales para las personas que los han sufrido. Son crímenes sobre los que debe haber una firme voluntad de esclarecimiento, examinando los casos individuales para determinar las responsabilidades, hacer justicia a las víctimas y evitar que semejantes atrocidades se repitan en el futuro.
A pesar de la gravedad de estos actos, ninguna sociedad puede renunciar a su responsabilidad de educar. Por otra parte, es triste constatar cómo, a menudo, en los presupuestos estatales se destinan pocos recursos para la educación. Esta se considera principalmente como un gasto, mientras que, en cambio, es la mejor inversión posible.
La pandemia ha impedido que numerosos jóvenes accedan a los centros educativos, en detrimento de su desarrollo personal y social. Muchos, por medio de las modernas herramientas tecnológicas, han encontrado refugio en realidades virtuales, que crean vínculos psicológicos y emocionales muy fuertes, con la consecuencia de alejarlos de los demás y de la realidad circundante y alterar radicalmente las relaciones sociales. Con ello no trato de negar la utilidad de la tecnología y sus productos, que nos permiten conectarnos cada vez más fácil y rápidamente, pero quiero señalar la urgente necesidad de vigilar para que estos instrumentos no sustituyan las verdaderas relaciones humanas, a nivel interpersonal, familiar, social e internacional. Si se aprende a aislarse desde pequeños, será más difícil en el futuro construir puentes de fraternidad y paz. En un universo donde sólo existe el “yo”, difícilmente puede haber lugar para el “nosotros”.
El segundo elemento que me gustaría recordar brevemente es el trabajo, «factor indispensable para construir y mantener la paz; es expresión de uno mismo y de los propios dones, pero también es compromiso, esfuerzo, colaboración con otros, porque se trabaja siempre con o por alguien. En esta perspectiva marcadamente social, el trabajo es el lugar donde aprendemos a ofrecer nuestra contribución por un mundo más habitable y hermoso».[11]
Hemos constatado cómo la pandemia ha puesto a prueba la economía mundial, con graves repercusiones para las familias y los trabajadores, que están experimentando situaciones de angustia psicológica, antes incluso que dificultades económicas. Además, ha puesto aún más de manifiesto la persistencia de las desigualdades en diversos ámbitos socioeconómicos. Entre ellas, el acceso al agua potable, la alimentación, la educación y la atención médica. El número de personas que viven en pobreza extrema está aumentando considerablemente. Además, la crisis sanitaria ha llevado a muchos trabajadores a cambiar el tipo de empleo y a veces los ha obligado a entrar en el espacio de la economía sumergida, privándolos también de las medidas de protección social previstas en muchos países.
En este contexto, la conciencia del valor del trabajo adquiere una importancia adicional, puesto que no puede haber desarrollo económico sin trabajo, ni se puede pensar que las tecnologías modernas puedan sustituir el valor añadido que aporta el trabajo humano. El trabajo es también ocasión para descubrir la propia dignidad, para ir al encuentro de los demás y crecer como ser humano; es camino privilegiado a través del cual cada uno puede participar activamente en el bien común y contribuir concretamente a la construcción de la paz. Por lo tanto, también en este terreno es necesaria una mayor cooperación entre todos los actores a nivel local, nacional, regional y mundial, especialmente en el próximo período, con los desafíos que plantea la deseada reconversión ecológica. Los próximos años serán una oportunidad para desarrollar nuevos servicios y empresas, adaptar los existentes, aumentar el acceso al trabajo digno y trabajar por el respeto de los derechos humanos y de niveles adecuados de remuneración y protección social.
Excelencias, señoras y señores:
El profeta Jeremías nos recuerda que Dios tiene para nosotros «planes de paz y no de desgracia, de dar[nos] un futuro y una esperanza» (29,11). Por eso, no debemos tener miedo de dar cabida a la paz en nuestras vidas, cultivando el diálogo y la fraternidad entre nosotros. La paz es un bien “contagioso”, que se propaga desde el corazón de quienes la desean y aspiran a vivirla, alcanzando al mundo entero. A cada uno de ustedes, a sus seres queridos y a sus pueblos les renuevo mi bendición y mi más sincero deseo de un año de serenidad y paz.
Gracias.
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[1] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 226-230.
[2] Mensaje para la 55.ª Jornada Mundial de la Paz (8 diciembre 2021), 2.
[3] Carta enc. Fratelli tutti (3 octubre 2020), 211.
[4] Ibíd.
[5] Ibíd.
[6] Mensaje para la 55.ª Jornada Mundial de la Paz, 1.
[7] Mensaje Urbi et Orbi, 25 diciembre 2021.
[8] Discurso a la Organización de las Naciones Unidas (4 octubre 1965), 10.
[9] Encuentro por la paz, Hiroshima, 24 noviembre 2019.
[10] Cf. Mensaje para la 55.ª Jornada Mundial de la Paz, 3.
[11] Mensaje para la 55.ª Jornada Mundial de la Paz, 4.
[00038-ES.02] [Texto original: Italiano]