Vivamos nuestro bautismo, fuente de la vocación cristiana

La fiesta del Bautismo del Señor nos recuerda que el bautismo ocupa un lugar central en la vida del cristiano. Es el primer sacramento, el fundamento de toda la vida espiritual y la puerta de entrada a la comunidad de creyentes. Más allá de un rito de iniciación, el bautismo encarna un profundo compromiso: la adhesión a Cristo y a la Iglesia Católica, y el inicio de un camino vocacional que atraviesa toda la existencia.

En el bautismo, recibimos la gracia de Dios que nos hace partícipes de su vida divina. Como nos recuerda el apóstol S. Pablo: «Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo en la muerte, porque, así como Cristo resucitó, también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6,4). En el agua bautismal, morimos al pecado y renacemos como hijos de Dios, regenerados por el Espíritu Santo. Esta nueva identidad, la de hijos e hijas de Dios, no es una etiqueta superficial, sino una realidad que configura nuestra existencia y le da un sentido trascendente. Ser bautizado significa pertenecer a Cristo, estar en comunión con Él y con la Iglesia. A través de esta adhesión, nos comprometemos a seguir a Jesús y a vivir según el Evangelio.

Toda vocación cristiana, sea en la vida consagrada, el sacerdocio, el matrimonio o cualquier otra misión, tiene su raíz en el bautismo. Es en este sacramento donde Dios nos llama por nuestro nombre y nos da una misión concreta: ser discípulos y testigos misioneros en el mundo. La vocación no es, por tanto, algo separado de nuestra condición bautismal, sino su consecuencia natural. Al ser bautizados, asumimos una misión: ser luz del mundo y sal de la tierra (Mt 5,13-16). Esto implica vivir nuestra fe con coherencia, testimoniar el amor de Cristo en nuestras realidades cotidianas y contribuir a la construcción del Reino de Dios.

El bautismo no sólo nos incorpora a Cristo, sino también a la comunidad de creyentes: la Iglesia. Nos hace miembros del Cuerpo de Cristo y, por tanto, responsables de su misma misión evangelizadora. Cada uno, desde su vocación particular, está llamado a ser testigo del amor y la verdad de Dios. Como dice el Papa Francisco, «la vocación nace en la comunidad y es sostenida por ella». La adhesión bautismal no es un acto individualista, sino una apertura a los demás, a los hermanos. Somos bautizados para servir, para anunciar, y para vivir en comunión fraterna, reconociendo que nuestra vida está llamada a ser un don para los demás.

En el ritmo de la vida cotidiana, es fácil olvidar la grandeza de nuestro bautismo. Por eso, la Iglesia nos invita a renovar constantemente nuestras promesas bautismales. Este gesto no es un simple recuerdo sino un redescubrimiento de nuestra vocación más profunda: vivir como hijos de Dios y colaboradores de su misión. En el bautismo hemos sido ungidos, enviados y capacitados por el Espíritu Santo para dar frutos abundantes. Redescubrir ese don nos permite responder a nuestra vocación con generosidad y alegría, recordando que toda misión nace de nuestra adhesión a Cristo. El bautismo fue el inicio de una historia de amor y entrega que nos llevará a la eternidad. Es el fundamento de nuestra vocación cristiana, el momento en que Dios nos llama a seguirle y a participar en su misión salvadora. Vivir nuestra adhesión bautismal significa redescubrir, cada día, nuestra identidad en Cristo y responder a su llamada con un corazón dispuesto y generoso.

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