Un domingo para agradecer la Palabra luminosa de Dios

El pasado septiembre, en el 1600 aniversario de la muerte de S. Jerónimo, doctor de la Iglesia y traductor de toda la Biblia al latín por encargo del Papa S. Dámaso (llamada Vulgata), toda la Iglesia fue convocada por el Papa Francisco a vivir, en adelante, el tercer domingo del tiempo ordinario, como un día de acción de gracias, de reflexión y de divulgación de la Palabra de Dios. Así como Jesús Resucitado, como ha sido elegido por lema de esta Jornada, «les abrió el sentido de las Escrituras» (Lc 24,45) a los dos discípulos de Emaús, también el Señor lo quiere seguir haciendo con nosotros, y que la Palabra de Dios sea lámpara de luz que ilumina nuestro camino de fe y nuestro vivir de cada día. ¡Tiene tanta importancia esta Palabra para el cristiano!

El Sínodo de Obispos de 2008 sobre «La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia» nos enseñó que la Palabra de Dios la hemos de entender en toda su amplitud y riqueza. 1.- Por un lado la Palabra tiene un rostro, es persona, es Jesucristo mismo, el Verbo que existía desde el principio, y que es Dios (cf. Jn 1,1; He 1,2). 2.- También la Palabra es la Sda. Escritura, que contiene la Palabra de Dios pero no la agota, por eso el cristianismo no es exactamente una religión del libro, pero sí enseña «firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso que fuera consignada en las Sagradas Escrituras por nuestra salvación» (Vaticano II, D.V. 11). 3.- Y en un tercer nivel la Palabra de Dios es lo que la Iglesia transmite cuando predica, celebra los sacramentos y da testimonio con la vida, especialmente con el amor radical y el martirio. De esta Palabra vive el hombre, como afirma Jesús: «El hombre vive de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3).

Un momento privilegiado para la vivencia de la Palabra debe ser la liturgia y la participación en la Eucaristía, especialmente el domingo, cuando se manifiesta que el pueblo de Dios vive del «pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo», las dos mesas paradas (D.V. 21). ¿Son proclamadas correctamente y con unción las lecturas? ¿Las escuchamos atentamente? ¿Predican los sacerdotes y diáconos con convicción y fuerza, buscando explicar qué dice Dios, que le dice al propio predicador, para luego decirlo a la comunidad concreta?

Debemos valorar la lectura personal y comunitaria de la Biblia, especialmente de los Evangelios y de los demás escritos del Nuevo Testamento, así como los salmos y los libros de la Ley y de los Profetas del Antiguo Testamento. Pero no una lectura cualquiera. Se trata de hacer una «lectura orante» y asidua (o «lectio divina»), que hace todo un proceso de oración con el texto: «leer, meditar, orar y contemplar», y algunos todavía añaden, «actuar», con compromiso concreto, para que se haga realidad el doble amor a Dios y al prójimo.

El Papa Benedicto XVI recordaba que la tarea prioritaria de la Iglesia al inicio de este milenio, consiste sobre todo en alimentarse de la Palabra de Dios, para hacer eficaz el compromiso de la nueva evangelización. Hay que traducir en gestos de amor la Palabra escuchada, porque sólo así se hace creíble el anuncio del Evangelio, a pesar de las fragilidades humanas que marcan las personas. Esto exige un conocimiento más íntimo de Cristo y una escucha siempre dócil de su Palabra. Estamos urgidos a escuchar, orar y actuar según la Palabra leída con fe.

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