“Un corazón quebrantado y humillado, Tú no lo desprecias”

En plena Cuaresma, ya cercana la Pascua. ¿cómo la queremos celebrar? ¿Con ropa desgarrada, con la suciedad y el polvo que se nos han enganchado en el alma, o preferiremos cambiar, pedir perdón a Dios y a la Iglesia, y renovados por la gracia de la reconciliación, celebraremos la Pascua con novedad de vida? Digamos con el salmista: “Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado; contra Ti, contra Ti solo pequé. Cometí la maldad que aborreces. Un corazón quebrantado y humillado, Tú no lo desprecias”. Ésta es la oración de arrepentimiento del rey David, después de su pecado (Sal 51).

Confesad los pecados. Dejad que os invite a celebrar gozosamente un encuentro personal y dialogante, de confesión sacramental con el sacerdote, para recibir la salvación de Jesucristo, el consejo concreto y la esperanza de forma muy humana, como Jesús la concedía a quienes se le acercaban sin miedo ni vergüenza, deseosos de ayuda para cambiar: Zaqueo, la pecadora, el leproso, el paralítico…

La Iglesia, que es Madre y Maestra, que nos ama mucho y sabe el valor del perdón de Dios y de la paz que esta reconciliación nos puede dar, nos manda que nos confesemos, al menos una vez al año. Y de todos los tiempos para hacerlo, el mejor, por Pascua. Renovarnos y recomenzar de nuevo. Jesús es quien “¡hace que todo sea nuevo!” (Ap 21,5). Los sacerdotes estamos disponibles a dispensar el perdón que viene de Dios: ¡pidámoslo! Sea con celebraciones comunitarias o con confesión personal, pidámoslo a los sacerdotes con fe y humildad.

Queridos, por lo menos no nos refugiamos en la ignorancia interesada. Pidamos la luz de Dios para ver que las cosas mal hechas -hasta aquí sí que muchos lo aceptarían-, han tenido su repercusión en Dios, han herido su Amor, y por eso son «pecados», pero también hay que aceptar que han tenido consecuencias nefastas en los hijos de Dios o en mí mismo, o en la comunidad eclesial. El pecado es “como un amor replegado en sí mismo, que niega a Dios; es la ingratitud de quien responde al amor con la indiferencia y el rechazo, pero sobre todo es un mal real, que crea un desorden”, dice el arzobispo-teólogo Bruno Forte. Basta con mirar la escena cotidiana del mundo en la que abundan las violencias, guerras, injusticias, abusos, egoísmos…, que llegan a producir verdaderas “estructuras de pecado”. Por todo ello, no dudemos en subrayar la gran tragedia que es el pecado y también cómo la pérdida del sentido del pecado debilita a nuestro corazón ante el mal. Nos volvemos irresponsables e “indiferentes” al bien, y en el fondo, indiferentes al Amor de Dios.

Es necesaria una reacción que nos sacuda y nos cambie. Que haya verdad y luz en nuestro interior. Pedir el perdón con humildad y convicción, recibirlo con gratitud y darlo con generosidad a quienes nos hayan ofendido, es fuente de una paz y alegría que no tienen precio. Por eso es justo y bueno confesarse personalmente. No lo dejemos para más adelante. Hagamos un esfuerzo ahora que se acerca la Pascua. “Buscad al Señor, pensad en su poder, buscad siempre su presencia” (Sal 105,4). Y a través del sacerdote viviremos el encuentro salvador con Jesucristo. Dios se ha hecho hombre y quiere ofrecernos su perdón de la manera más humana y concreta posible, “tocando” nuestras heridas, como hizo con el leproso. Dejémonos encontrar por la misericordia divina, y nos convertiremos también nosotros en misericordiosos.

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