Seamos fieles a la inmensa gracia del bautismo

Para concluir las fiestas de Navidad y Epifanía, el calendario litúrgico de la madre Iglesia nos hace celebrar con mucha alegría «la epifanía» o manifestación de Jesús el día de su Bautismo en el río Jordán. Ese día bajó el Espíritu Santo y escuchamos la voz celestial misteriosa que le dijo: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco» (Lc 3,22). Bajando a las aguas del río Jordán, Jesús las santificó para que en toda la tierra fueran la materia y el instrumento que diera la filiación divina a todos los bautizados en el agua y el Espíritu Santo, con la fe de la Iglesia.

Cada uno de nosotros «bajamos con Jesús», sacramentalmente, como miembros de su Cuerpo, a las aguas y fuimos llenados de Espíritu Santo y de vida divina. El bautismo es el «fundamento de toda la vida cristiana» (Catecismo 1213). Es el primero de los sacramentos, la puerta que permite a Cristo hacer morada en nuestra persona y a nosotros sumergirnos en su Misterio. En la fiesta del Bautismo del Señor debemos agradecer nuestro bautismo, que nos ha injertado y unido definitivamente a Cristo. Un bautismo que nos ha regalado la prenda de la vida eterna, porque nos ha dado un Padre, nos ha hecho semejantes a Jesús, nos ha llenado del Espíritu Santo, nos ha dado amor y vida, y nos ha hecho miembros de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, enviados a ser testigos suyos.

Porque fuimos bautizados, estamos llamados a darlo todo y a imitar en todo al Señor. Hemos sido hechos «hijos de Dios», ¡y realmente lo somos! La vocación cristiana que nos ha sido regalada en el día de nuestro bautismo la tenemos que ir realizando en el día a día del vivir cotidiano, a lo largo de todo el año y en cualquier circunstancia. Somos «fieles cristianos» título de honor que todos llevamos: seamos laicos, religiosos y consagrados, diáconos, sacerdotes, obispos o papa. Todos iguales a los ojos de Dios que nos ha hecho «hijos en el Hijo». ¡Qué alegría! ¡Qué don tan inmerecido! Es todo un programa de vida y de acción, de amor y de contemplación agradecida: ¡yo soy hijo de Dios! Soy portador del nombre de la Santísima Trinidad inscrito en mi carne débil, y esparzo el buen olor de Cristo allí donde voy. Soy sal y soy luz, ahora y siempre! ¡Y viviré eternamente!

El Papa Francisco en la última Pascua habló largamente a los fieles del bautismo, y pedía que recordáramos el día del propio bautismo. «Estoy seguro, segurísimo, decía, que todos nosotros recordamos la fecha de nuestro nacimiento: seguro. Pero yo me pregunto, con un poco de duda, y os pregunto a vosotros: Cada uno de nosotros ¿recuerda la fecha de su bautismo? Si celebramos el día en que nacimos, ¿por qué no celebrar, o al menos recordar, el día del renacimiento? No olvidéis nunca la fecha de vuestro bautismo. Y ese día dad gracias al Señor porque es precisamente el día en que Jesús entró en mí, en que el Espíritu Santo entró en mí. Es el aniversario del renacimiento».

Se trata por tanto de ser «santos» en las cosas normales y ordinarias de nuestra existencia. El Concilio Vaticano II afirma que «la llamada a la plenitud de la vida cristiana y la perfección de la caridad, se dirige a todos los que creen en Cristo, cualquiera que sea su categoría y estado» (LG 40). Todos están llamados a la santidad: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Y «la perfección cristiana sólo tiene un límite, el de no tener límites» enseña S. Gregorio Nacianceno (329-390). Seamos durante todo el año que iniciamos fieles a la inmensa gracia recibida en nuestro bautismo.

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