El domingo pasado en S. Pedro del Vaticano el Papa Francisco canonizó un mártir muy querido en toda América, el primer arzobispo mártir de aquel continente y el primer santo de El Salvador. San Òscar Arnulfo Romero y Goldámez (08/15/1917 Ciudad Barrios – 24/03/1980 El Salvador) fue Arzobispo de San Salvador los últimos tres años de su vida, y antes había estudiado en el Salvador y en Roma, donde fue ordenado sacerdote el 4 de abril de 1942.
Pastor en varias parroquias de su país, después fue Secretario de la Conferencia episcopal y el 25 de abril de 1970 fue ordenado obispo auxiliar de San Salvador, eligiendo el lema «Sentir con la Iglesia». Le costaba adaptarse a las directrices pastorales renovadoras, y fue nombrado obispo de Santiago de María en 1974. Fue allí donde empezó a enfrentarse a la dura realidad de la injusticia social, especialmente tras el asesinato de unos campesinos con niños. Tres años más tarde, en 1977, Pablo VI. lo eligió como Arzobispo metropolitano de San Salvador. Se incrementaban el clima de violencia, las persecuciones y arbitrariedades del gobierno y el ejército, y la opresión del pueblo sencillo. Y fue el asesinato de su sacerdote P. Rutilio Grande, que despertó en él una gran valentía para la defensa de los derechos humanos, de los pobres y de los oprimidos. Su humildad y coraje son una llamada a la conversión, al compromiso y a la acción. Se ha hablado de él como de un revolucionario del amor cristiano. Fue un valiente defensor de los pobres y desamparados, y divulgaba el Evangelio y la doctrina social de la Iglesia, con compromiso arriesgado que no gustaba a los poderosos, a través de sus homilías semanales desde la Catedral y radiadas, que se hicieron muy famosas, donde condenaba los asesinatos y las torturas, y donde exhortaba al pueblo a trabajar por la paz y el perdón, y por una sociedad más justa. Alcanzó gran resonancia mundial durante sus tres años como Arzobispo de San Salvador. Las universidades de Georgetown y Lovaina le confirieron doctorados honoris causa, y miembros del Parlamento de Gran Bretaña lo nombraron candidato al Premio Nobel de la Paz. Pero al mismo tiempo se ganó la difamación y el odio de miembros de la oligarquía salvadoreña, del gobierno y el ejército, manifestados en persistentes ataques en su contra, en los medios de comunicación, que dolorosamente terminaron en su martirio durante la celebración eucarística.
S. Juan Pablo II dijo de él, que «dio su vida por la Iglesia y por el pueblo de su amada patria, El Salvador». Mientras celebraba misa, en la Capilla del Hospital Divina Providencia, fue abatido de un disparo en el corazón por un francotirador asesino, el 24 de marzo de 1980 (que ahora es el día de su fiesta) y con su muerte entregada culminó una vida dedicada al servicio de sus hermanos, como sacerdote y obispo. Quería una Iglesia pobre que predica el Reino y que apuesta por los pobres y los desheredados de la tierra. Él decía: «Eso quiere la Iglesia: inquietar las conciencias, provocar crisis en la hora que vive. Una Iglesia que no provoca crisis, un Evangelio que no inquieta, una palabra de Dios que no levanta roncha -como decimos vulgarmente-, una palabra de Dios que no toca el pecado concreto de la sociedad en que está anunciándose, ¿qué Evangelio es ése? Consideraciones piadosas muy bonitas que no molestan a nadie, y así quisieran muchos que fuera la predicación». ¡Que S. Oscar Romero, S. Romero de América, nos siga «inquietando» para que vivamos y prediquemos con mayor coherencia el Evangelio de Jesús y la opción preferencial por los pobres!
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