Al concluir el Año litúrgico, la Iglesia Madre y Maestra nos hace celebrar con mucha alegría la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey de todo el mundo. A lo largo de todo el año litúrgico, a través de los domingos y las fiestas, desarrolla el gran Misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad, hasta la Ascensión, Pentecostés y todo el tiempo ordinario, en tensión esperanzada hacia la venida del Señor. La Iglesia, que quiere cumplir fielmente la voluntad de Dios y por eso mismo, lo quiere recapitular todo en Cristo (cf. Ef 1,10), anuncia humildemente a lo largo de todo el año la Muerte del Señor, confiesa con fe viva su Resurrección y espera su Retorno glorioso, su venida en gloria y majestad, cuando «Dios será todo en todos» (1Co 15,28) y cuando todo será reunido y recapitulado en Cristo.
Demos gracias porque hemos sido bendecidos en Cristo, con toda clase de bienes espirituales (cf. Ef 1,3), y esta bendición se va regalando día a día, gratuitamente, a todos los fieles del Pueblo Santo de Dios, y misteriosamente también a toda la humanidad y a toda la creación. Cada cristiano es, en Cristo, portador de una bendición muy grande para todos los que le rodean y para todo el mundo, ya que es sal y es luz, por pura gracia. Esto debe sostener nuestra confianza en el valor infinito del sacrificio de Cristo que vivimos en la Eucaristía, y que cada cristiano (no sólo los sacerdotes) la ofrece como una bendición para el mundo. Bellamente lo sintetiza el Catecismo: «Cuando llegó su Hora, [Jesús] vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una vez para siempre» (Rm 6,10; He 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero es único: todos los otros hechos de la historia suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos en el pasado. El misterio Pascual de Cristo, en cambio, no puede quedarse en el pasado únicamente, ya que con su Muerte destruyó la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que ha hecho y sufrido por todos los hombres participa de la eternidad divina y se proyecta así a todos los tiempos y se hace presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida» (Catecismo nº 1085). Este debe ser el convencimiento principal de todos los que participamos en cualquier celebración litúrgica del Misterio del Señor a lo largo de todo el año: que Cristo Vive, que se hace presente con toda la plenitud de sus gracias y bendiciones, y que lo está atrayendo todo hacia la Vida que no morirá.
Roguemos hoy el Señor que «¡venga a nosotros tu Reino!» (Mt 6,10). El Papa Francisco exhorta a sembrar estas palabras en medio de nuestros pecados y fracasos, a regalarlas a las personas «que han sido derrotadas y dobladas por la vida, a las que han probado más el odio que el amor, a las que han vivido días inútiles sin entender nunca por qué». Y nos advierte que «el estilo de propagación del Reino es la mansedumbre» y por ello reclama paciencia. En la fiesta de Cristo Rey renovemos nuestro amor y adhesión a Cristo que nos salva y pidámosle que nos deje entrar en su intimidad, trabajar con Él, ser de los suyos, para implantar su «Reino de la verdad y la vida, Reino de la santidad y la gracia, Reino de la justicia, el amor y la paz», como canta el Prefacio de esta fiesta. Así un día, los que nos nutrimos con «el alimento de la inmortalidad (…) podamos vivir eternamente con el Rey del universo en el Reino del cielo», como implora la oración con la que concluimos la misa de esta solemnidad.
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