Entramos en la Semana Santa que este año, en las circunstancias de esta pandemia tan cruel y dolorosa, toma un relieve muy nuevo. Es tan inesperado todo lo que nos pasa en el mundo entero. Este año no tenemos Ramos, ni encuentros de familia que no sean virtuales, ni vacaciones de primavera. No tendremos procesiones ni celebraciones presenciales, ni confesiones; no podremos visitar monumentos ni celebrar con alegría una vibrante Vigilia pascual. Y tampoco cantaremos Caramelles ni ofreceremos monas, ni huevos de Pascua pintados para esparcir la alegría del Resucitado por todas partes… Pero en medio de esta debilidad que nos hermana a toda la humanidad, tenemos la presencia bien real de Cristo que sufre en los enfermos, en los ancianos confinados, en las familias con problemas, en los que están solos, y que hasta se mueren y son enterrados solos… Y al mismo tiempo tenemos una solidaridad renovada, de tantas personas que luchan con heroicidad contra la enfermedad y a favor de cubrir las necesidades más básicas, con gestos de fraternidad y de amor.
La impotencia y la vulnerabilidad que ahora experimentamos nos deben hacer reflexionar y sacar lecciones de vida. El Papa Francisco nos ha invitado a volver a hablar con Dios, a hacer caso de nuestra conciencia, a reconocer cuántas cosas inútiles rodean la vida personal y social de nuestra humanidad y cómo hemos de velar para que el amor llegue a todos y nos transforme en medio de esta pandemia. Su mensaje del 27 de marzo, desde la plaza de San Pedro impresionantemente vacía, proclamaba para todo el mundo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe? ¡No tengáis miedo!», recordando las palabras de Jesús a sus apóstoles, amedrentados por la fuerte tormenta en medio del lago. No tengamos miedo y profundicemos en el amor que será la guía para el retorno a la vida cotidiana, social, política, económica, eclesial, una vez pase esta pandemia.
En esta Semana Santa que iniciamos, renovemos la esperanza. Las informaciones de los últimos días nos dan muy malas noticias. Crecemos en casos de enfermedad e incluso de muertes. También de recuperaciones. Y eso nos entristece. Con todo, nos sentimos cerca, más cerca, unos de otros. Debemos cerrar filas. Hay que demostrar el amor, especialmente a los próximos, a los que están solos, a los ancianos, a los que están paralizados por el miedo y los que se afligen por la pérdida del trabajo. Seguro que se nos está haciendo ya un poco costosa esta reclusión en las casas, pero debemos perseverar; las autoridades sanitarias nos lo piden, nos lo exigen. Hagámoslo con buen espíritu. Llenemos de sentido estos días en los que tal vez nos cuesta mucho encontrarlo. Ánimo a las familias, con los niños, con los adolescentes, con los abuelos, con todos los adultos. Y, unos a otros, ayudémonos, hagámonos fácil la vida. Tengámonos gestos de estima, ni que sean virtuales y a distancia. Seamos agradecidos con todos los que procuran por nosotros.
El Señor entra hoy en Jerusalén, la ciudad santa y a la vez la ciudad que lo crucificará. Entra por su pueblo que ahora lo aclama pero pronto lo rechazará. Él viene a dar su vida para redimir a toda la humanidad. Es el Buen Pastor, que no nos deja nunca, tampoco ahora. Al contrario. Nada tememos porque Él está con nosotros, camina a nuestro lado, nos está sosteniendo. Que el Señor nos bendiga, nos dé su luz y su fuerza, y que la oración, la lectura de la Escritura, la comunión espiritual, la petición del perdón, bien profunda en nuestros corazones, la reflexión que facilitan estos días nos dé mucha fortaleza en estos momentos de confinamiento. ¡Gozosa Semana Santa!
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