María, signo de consuelo y de firme esperanza

Comienza el Mes de María que, en tantos lugares de nuestra geografía diocesana, nos invita a peregrinar a las ermitas y santuarios marianos donde, bajo tantas advocaciones, cantamos a María y le pedimos su intercesión y ayuda. La Virgen resucitada ya con su Hijo y Asunta al cielo nos envía a atender a nuestro prójimo, a salir al encuentro de los hermanos, para que la luz de la Pascua ilumine nuestra caridad. Ella nos ha acompañado en los duros tiempos de pandemia, de crisis económica y de guerra. Ahora María Santísima nos hace descubrir las nuevas necesidades. “No tienen vino”, le decía a su Hijo; y a todos, “Haced los que Él os diga” (Jn 2,1-11). Gracias Madre por tus palabras, por tu acompañamiento hacia la acción comprometida en el servicio.

Ante el enigma del dolor y del morir, de la guerra y de las cruces de tantos hermanos nuestros, anhelamos que María nos dé luz y esperanza. Ella estuvo firme, sola, esperanzada al pie de la Cruz del Señor. Sólo Jesús nos convence, porque con su muerte comprendemos qué es morir por amor. Vence el mal con el amor, y lo logra con su Cruz y su Resurrección. Y María siempre a su lado, como lo está de todos los que sufren. En medio de tantas tinieblas y pequeñeces, sufrimientos y dolor, el nuestro y sobre todo el de tantos inocentes, emerge María como “signo de consuelo y de firme esperanza”. Así lo canta el Prefacio IV de la Virgen: “Ella, como humilde sierva, escuchó tu palabra y la conservó en su corazón; admirablemente unida al misterio de la redención, perseveró con los apóstoles en la plegaria, mientras esperaban al Espíritu Santo, y ahora brilla en nuestro camino como signo de consuelo y de firme esperanza”.

Desde Pascua sabemos que Dios sufre, que quiere sufrir con nosotros. “Sólo el Dios que sufre, puede ayudar” decía Dietrich. Bonhoeffer. Muestra, así, que nuestras vidas le importan; que no está lejos de cada uno de nosotros, ni de los que sufren. Porque continúa padeciendo en nosotros. Y nos redime. Su vida vale mucho para todos. El carga con todo lo nuestro. De la Pascua nace una nueva manera de vivir y de morir: con fe, con confianza, con amor hasta el fin… más allá de todo cálculo e interés. Si amamos como el Señor nos revela en la Cruz, resucitaremos con Él. Por la Encarnación, obra del Espíritu Santo, pero sobre todo por la Cruz y la Resurrección de su Hijo, María pudo entender y unirse al don sacrificial de su Hijo, para redimir al mundo. “Nadie como Ella ha acogido en su corazón ese misterio; aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario por medio de la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su ‘fiat‘, su sí definitivo (…) Este sacrificio suyo es una participación singular en la revelación de la misericordia, es decir, en la absoluta fidelidad de Dios a su propio amor” (S.Juan Pablo II, Dives in Mis. 9).

Acudamos por tanto a María para contemplar y aprender de nuevo en esta Pascua lo que significa la Misericordia de Dios por la humanidad, y al mismo tiempo para comprender cómo debemos ser nosotros también “misericordiosos como el Padre”, generosos en el amor, servidores de los pobres en todos los sentidos, pobres de paz y de salud, pobres de amor y de perdón, sobre todo, y saber unir así la alegría pascual y la misericordia en nuestras vidas.

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