Al celebrarse la solemnidad del Nacimiento de S. Juan Bautista en domingo, la festejamos con mucha alegría en toda la Iglesia. El elogio del Martirologio Romano dice: “Solemnidad de la Natividad de S. Juan Bautista, Precursor del Señor, que estando aún en el seno materno, al quedar éste lleno del Espíritu Santo, exultó de gozo por la próxima llegada de la salvación del género humano. Su nacimiento profetizó la Navidad de Cristo el Señor, y brilló con tal esplendor de gracia, que el mismo Jesucristo dijo que no hubo entre los nacidos de mujer nadie tan grande como Juan el Bautista”. Fue el último y el más grande profeta del Antiguo Testamento, que vio a Cristo, lo bautizó y lo mostró presente como Salvador y Señor.
Fue un hijo de padres estériles que proclama el poder de la gracia, e hizo que la llamada a preparar los caminos del Señor fuera el gran motivo de su existencia. Su nombre, «Juan», que significa «Dios es gracia, es misericordia», ya debía indicar su misión tan grande. Porque su vocación fue dar testimonio de Jesús, el «Salvador», siendo la pequeña luz que indica donde está la luz verdadera, la voz que acompaña la Palabra, el mártir que precede al Rey de los mártires. Juan dice de sí mismo: «Yo soy la voz que grita en el desierto, preparad los caminos del Señor». Una voz que da testimonio de la Palabra, que señala la Palabra, el Verbo de Dios. La voz está para hacer resonar y escuchar la palabra y después desaparecer, mientras que la palabra se queda en los corazones. Se consideraba sólo la voz que anuncia la Palabra y le deja paso humildemente. Preparó unos discípulos que luego dirigió hacia Jesús con la revelación de su secreto más íntimo: «Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo».
Fue un testigo, una antorcha, que no se deja apagar por el viento de la vanidad, ni se deja eclipsar por la fuerza del orgullo. Siempre señala al que vendrá después, y que es mayor que él. Acabó su carrera en el mundo, martirialmente, en la oscuridad de una celda, en prisión, decapitado por el capricho de una joven bailarina inconsciente, por la envidia de una adúltera y la debilidad de un rey títere, marioneta de los romanos.
Preguntémonos en su fiesta por nuestra propia vida cristiana, si siempre estamos abiertos al camino de Jesús, si nuestra vida es suficientemente austera y está llena del deseo de anunciar a Jesús, ser voz suya, y de prepararle sus caminos.
Cuando hace veinticinco años el Santo Padre Juan Pablo II me eligió obispo, escogí como lema episcopal: «Parare vias Domini», «Irás delante del Señor a preparar sus caminos». Me gusta mucho como estilo de obispo pastor y servidor: siempre preparar caminos, abrir, dejar que los demás puedan pasar, para encontrar el Señor, el único que hace feliz, el único por quien vale la pena perderlo todo, darse del todo. Y luego desaparecer. Quisiera que S. Juan, el gran testigo de la verdad y la justicia, hombre de una pieza, me ayude y nos ayude a todos, en este momento de la vida de la Iglesia, a tomar más conciencia de la ineludible responsabilidad de la misión, de salir como pueblo de Dios a anunciar la misericordia de nuestro Señor, su Palabra, la grandeza y la belleza de su Amor. Y siempre con humildad, alegría y esperanza.
{«image_intro»:»»,»float_intro»:»»,»image_intro_alt»:»»,»image_intro_caption»:»»,»image_fulltext»:»»,»float_fulltext»:»»,»image_fulltext_alt»:»»,»image_fulltext_caption»:»»}