Amados hermanos:
Es un gesto humano y elogiable alegrarse por el éxito de los demás y celebrarlo. Pongamos por ejemplo cuando un deportista o un equipo favorito ha batido un récord o ha conseguido una victoria muy esperada. Entonces salimos a la calle gritando entusiasmados su nombre, lo aclamamos y organizamos fiestas para celebrarlo, porque nos sentimos solidarios de alguna manera con los éxitos y los fracasos de los demás.
Justamente es lo que celebramos hoy, día de todos los santos, recordando con espiritual alegría a los que han conseguido el éxito definitivo. Son nuestros santos: gente de nuestra familia, de nuestro pueblo, de nuestra misma calle; gente del mundo entero que jamás hemos conocido, gente como nosotros que, con el ejercicio de su fe y de su amor, consiguieron recorrer el camino hasta llagar a su término. Se acabó su peregrinaje y han llevado a su fin positivamente el proyecto de sus vidas según Dios. No fueron privilegiados ni les resultó fácil poner a Dios en sus vidas día a día, superando los obstáculos que se cruzaban en su camino. Se fatigaron a causa del reto diario para dar paso al bien en sus almas y fueron lo bastante inteligentes como para no dejarse sobornar por las trampas que les salieron al paso. Terminó ya su jornada de trabajo y ha llegado la hora de recibir una recompensa más allá y más en lo alto que jamás hubieran podido soñar.
Es la tarea que nos incumbe a nosotros todavía, porque nos hallamos de viaje y en plena jornada de trabajo. Por la fe sabemos que es verdad lo que San Juan nos ha dicho en su primera carta: Queridos, ahora somos hijos de Dio y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Así, pues, nos conviene esperar que por una fe cada vez más viva y por un amor más ardiente, Dios tenga entrada más y más en nuestra vida y que por su fuerza, comunicada por el Espíritu Santo, seamos cada vez más aptos para vivir el programa que Jesús nos ha propuesto en el evangelio de hoy: Dichosos los pobres en el espíritu, los sufridos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón.
En el programa de Jesús encontraremos la manera de rechazar todo el mal por el que seremos tentados y de dejar que el reino de Dios entre plenamente en nosotros, aquel reino de Dios donde encontraremos nuestro propio lugar, el único lugar que nos conviene y que nos puede dejar plenamente satisfechos. El hombre, en el concierto del cosmos y de la vida, es como pieza de un puzle, que no tiene más que un lugar donde encaje perfectamente.
Cada uno de nosotros solamente encaja en Dios, a su manera y en su lugar preciso. Todo forcejeo que pretenda hacer entrar nuestra vida en un lugar fuera de Dios es tarea inútil y contraproducente, y las pequeñas o grandes violencias que experimentamos cuando, por fuerza, queremos encajar en otro lugar, hacen evidente esta afirmación.
Mirando desde esta perspectiva, nuestra muerte será el momento más feliz de la vida, por el hecho de traernos la liberación total de cualquier distorsión u opresión, al tiempo que nos situará justamente en el lugar para el cual hemos sido concebidos. Entonces, el proyecto que Dios ha ido construyendo en nosotros desde nuestro nacimiento llegará a su coronación natural y a la perfección prevista. Será cuando entenderemos que hemos venido a la vida precisamente para aquel momento, final de etapa en el cuerpo e inicio de la vida eterna en el espíritu.