Preparar el camino al Señor

Amados hermanos en el Señor:

Es en una circunstancia muy favorable que nos reunimos para esta Celebración Penitencial: Es tiempo de Adviento, en las cercanías de la Navidad, recordando y reviviendo la expectación del Mesías y preparando el camino al Señor.

La proximidad de Jesús – Mesías necesita una buena preparación, para que el divino Huésped encuentre la cálida y amorosa acogida que merece. Ya sabemos que el misterio de la Encarnación no se reduce a un hecho histórico que aconteció en un momento del tiempo, sino que encuentra su realización completa en el interior de cada persona, cuando ésta se abre plenamente al don de Dios. Así podríamos vivir este año nuestra Navidad, la de cada uno de nosotros, en que el misterio de Dios con nosotros se realiza plenamente en nuestro interior.

Lo primero que nos conviene es mantener abierta de par en par nuestra casa, nuestro corazón, por medio de un vivo deseo, por la fe y la vigilancia despiertas; aquellas disposiciones, en fin, que dan sentido a lo que celebramos en Navidad. ¿Cómo podría querer venir a mi Jesús si no fuera deseado y esperado?

Cultivar en nosotros un estado de ilusión, de deseo, de esperanza, es el primer paso necesario para nuestra conversión. Vivir sin estas disposiciones nos aleja más de Dios que ciertos actos concretos a los que damos mucha importancia. No nos podemos pasar la vida curando las goteras de nuestra vida moral, cuando lo que nos urge es hacer nuevo el tejado o, tal vez, solidificar los fundamentos de nuestra espiritualidad.

Es probable también que nos convenga un buen barrido y, como condición previa, percatarnos de que en nuestro interior no todo se halla suficientemente limpio y en orden. Ni nuestros pensamientos, ni el lenguaje, ni las acciones y actitudes están del todo exentos de culpa. Nuestras relaciones con Dios, con los demás y con nosotros mismos tienen necesidad de una buena revisión, para purificarlas de egoísmo y de tibieza.

Pero sobre todo, nos conviene mirar a nuestro corazón, para ver si está abierto al amor desinteresado y gratuito, si es cálido y acogedor, si los demás encuentran en él refugio, consuelo, comprensión, perdón si es necesario, valoración personal, ilusión para seguir su camino.

Entrar en la dinámica interior que vamos describiendo, es la verdadera conversión. Es éste un bien tan grande, que nunca podríamos conseguirlo nosotros solos, si no nos fuera dada la gracia de Dios. Gracia que deberíamos pedir con humildad y constancia hasta que el Señor nos conceda «un corazón nuevo y un espíritu nuevo«. Si nos mantenemos en esta plegaria de fe y confianza, el Señor nos hará dar, sin dificultad, el primer paso, que consiste en reconocer nuestra pobreza interior, nuestra necesidad, nuestra condición de pecadores; cosa bien difícil para nosotros, puesto que adaptamos con más facilidad la conciencia a la conducta, que la conducta a la conciencia.

El Señor nos enseñará a dejarnos juzgar pos su palabra y nos llevará de la mano a un arrepentimiento tal, que nos hará gustar el gozo inmenso de sentirnos acogidos en nuestra pequeñez y confiados a las manos protectoras de Dios.

Si la conversión se debiera a nuestro esfuerzo personal, nos produciría tristeza y desconsuelo, secuelas de una culpabilidad mal entendida; pero si es un don de Dios, junto al reconocimiento de nuestros pecados, nos infunde un movimiento interior de confianza. Su mano amorosa es más suave que la del médico o la de la madre. Es capaz de curar sin causar dolor, pues nos da a entender que nuestro pecado no es obstáculo para ser amados y que, lo que por nuestras fuerzas nunca podríamos conseguir, él nos lo quiere dar gratuitamente: una curación total, un cambio de corazón: «Él es quien ha de bautizarnos en el Espíritu Santo y en el fuego«.

Dios mismo es FUEGO PURIFICADOR. Su amor no solo limpia y purifica, sino que transforma y enciende. Con mayor razón ahora, en la Navidad, cuando el fuego del amor de Dios se aparece como una lucecita llena de ternura, en forma de niño, para purificar todo lo que está sucio, calentar lo que está frío y encender todo lo que se había apagado.

Lecturas:

  • Mt 3, 1- 7. 11