Jueves Santo (A)

Hermanos muy amados en el Señor:

Es ésta una celebración entrañable en la que nos podemos sentir como uno de los apóstoles, o como la comunidad de ellos, presididos por el Jesús. Juntos participaron de la Cena pascual como la celebraban todos los judíos, pero, única aquella en la Historia, porque cerraría la Pascua antigua, al paso que quedaría inaugurada la nueva Alianza, con el ritual de la muerte y resurrección de Jesús. Humanamente, tendría toda la densidad de una despedida definitiva y de un mensaje: la institución de un memorial que permanecería para siempre en la vida de los seguidores de Jesús: Haced esto en memoria mía, les dijo.

>El tema central de las lecturas de hoy es la Pascua. Para los judíos, la Pascua recordaba la salida de la esclavitud, el paso del mar Rojo, la Alianza del Sinaí, la travesía del desierto. Aquellos acontecimientos celebran todavía hoy los judíos practicantes de todo el mundo, con sincera actitud de alabanza y acción de gracias, porque la mano poderosa de Dios, después de librarlos de la esclavitud, los había conducido a la tierra prometida.

Para los cristianos, la nueva Pascua es la muerte y la resurrección de Jesús, el paso a la nueva vida, que celebramos sacramentalmente en la Eucaristía. Nuestra Pascua celebra el hecho que, por la muerte y resurrección de Jesús, se ha realizado nuestra salvación; no ya de una esclavitud temporal, sino de cualquier atadura que nos pudiera impedir la entrada a la Jerusalén celestial, a la verdadera vida en Dios.

En aquella hora solemne del jueves anterior a su muerte, Jesús nos quiso dejar un signo perenne de aquella realidad salvadora, para que, repitiéndolo siempre, mantuviera fresca en el corazón de los creyentes, la memoria y la esperanza. Aunque en la misa de cada domingo y de cada día revivimos este misterio de salvación, que es la Pascua del Señor y la nuestra, todavía la Eucaristía de esta tarde, tiene un sentido más cálido, porque recuerda su institución y el testimonio de su entrega sin límites por nuestro amor. Observemos a Jesús celebrando con los suyos su propia muerte y resurrección que había de tener lugar pocas horas después.

Durante la cena, Jesús lavó los pies a los apóstoles. Era una lección práctica para los que, más tarde, frecuentarían la santa Eucaristía: la caridad fraterna. En aquel gesto podemos entender que el amor y el servicio entre los hermanos no es una añadido o un complemento a la eucaristía que celebramos; ni siquiera una especie de secuencia moral, sino que forma parte integral de la misma celebración. Una Eucaristía sin apertura efectiva al hermano, en manera alguna sería la que Cristo quiso instituir: Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.