Domingo VIII del tiempo ordinario (A)

Hermanos muy amados:

A veces vivimos desazonados o nos sentimos inquietos y preocupados por cosas como: la salud, la familia, el porvenir, por el dinero, o incluso por el sentido profundo de nuestra vida; la cual cosa nos lleva a buscar seguridad en la que fundamentar nuestra esperanza. El hombre, en su búsqueda, se ha construido ídolos en quienes confiar: pongamos como ejemplos, el progreso técnico, el poder, el placer inmediato. Pero estos ídolos no responden a nuestras expectativas, antes al contrario, se convierten en dominadores y verdugos de quien los construye y adora, como lo demuestra la proliferación de depresiones y accidentes cardíacos. Así que, éste no debe ser el camino.
El profeta Isaías, viendo a su pueblo descorazonado y entristecido por la prolongación del exilio, le propone una alternativa. El pueblo dice: Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado. Entonces, Isaías responde con lo que el Señor le ha hecho sentir: ¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré.
La esperanza definitiva y total para el hombre, no es otra más que Dios con su amor indefectible: Sólo en Dios descansa mi alma, porque de él viene mi salvación; sólo él es mi roca y mi salvación; mi alcázar; no vacilaré. Son las palabras con que hemos rezado en el Salmo; respuesta confiada al profundo mensaje de Isaías al pueblo, en nombre de Dios.
Es cuestión, por tanto, de tener la sabiduría necesaria para poder elegir bien nuestro camino, el camino de nuestra paz interior, de la confianza en un futuro espléndido, en la propia realización. No se trata aquí de ser más sabios, sino de tener la cordura necesaria, la intuición, el sentido común para ver y aceptar el único camino que tiene salida, el camino que está conforme con lo que somos, con nuestro origen y el por qué de nuestra existencia. El tren no está hecho para viajar por carretera y llegar a una estación de autobuses; y nosotros no estamos diseñados para llevar una vida egoísta destinada a poseer bienes materiales y encerrarse en las seguridades de este mundo, como son: el poder, el dinero y el placer. Si vivimos aferrados a una vida y una muerte corporal y material, acabaremos en la frustración más decepcionante.
El Evangelio nos ha dicho: No podéis servir a Dios y al dinero. No podemos tener, por tanto, el corazón apasionadamente atado a las riquezas, antes, sin desentendernos de trabajar en la construcción de un mundo mejor, nos conviene mantener la serenidad y el equilibrio en medio de las ocupaciones necesarias y buscar, ante todo el Reino de Dios. Nuestra confianza en el Padre del cielo y la opción por su Reino no tardarán en disipar la desazón obsesiva por el mañana. Jesús lo ha dicho claramente: Sobre todo buscad el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura (…) No os agobiéis por el mañana (…) A cada día le bastan sus disgustos.