Domingo III del tiempo ordinario (A)

Hermanos míos y amigos:

Durante su vida pública, Jesús vivía una intensa comunicación con la gente. Se supone que debía mantener con ella conversaciones sobre temas ordinarios que las mismas personas suscitaban. De camino, con los apóstoles no debía rehusar de continuo los temas de conversación propuestos por algunos de ellos. La relación con él debía vivirse como normal, dentro de lo extraordinario de su personalidad. Con todo, sabemos por los Evangelios que un tema nuclear ocupaba su pensamiento y que lo proponía con mucha frecuencia a sus oyentes: Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos. Ahora, es en nuestra vida diaria cuando hemos de suponer que Jesús nos interpela con el mismo mensaje: una invitación a convertirnos constantemente. En ésta misma celebración, por medio de la lectura de la Palabra de Dios, de la predicación y de algunas oraciones (cantadas o rezadas) , nos llega una invitación solemne a convertirnos.

Cuando vemos una luz, no nos basta contemplarla y contentarnos con su presencia. Nos conviene más seguirla. Cuando caminamos a oscuras por algún lugar, si se enciende una luz y vemos que hemos equivocado el camino, lo que hacemos inmediatamente, es corregir el error, cambiar de dirección. Algo parecido es lo que nos propone el Señor, cuando dice: Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.

La conversión siempre se da en el tiempo, y se sitúa entre el pasado y el futuro. El presente es aquel momento breve, casi inexistente, entre el pasado y el futuro, cuando tomamos la opción de seguir como hasta ahora, anclados en el pasado, sin ninguna intención de modificar en lo más mínimo nuestra manera de pensar y actuar; o por el contrario, decidimos abrirnos al futuro comprometiendo nuestro pensamiento y nuestro corazón con el tiempo que vendrá y revistiéndonos de un espíritu nuevo, más de acorde con la verdad y el bien, más noble y transparente.

Posiblemente es importante decir que el pasado se ha extinguido definitivamente en el reloj del tiempo; es decir: ya no tiene remedio, puesto que es imposible recuperarlo y no nos queda más que el tiempo por venir. También es importante entender que nos hemos de desembarazar del pasado y que nuestra realización personal se puede abrir y consolidar únicamente orientando correctamente el futuro. Jesús mismo nos ha enseñado en muchas ocasiones que nos conviene tan solo enfocar adecuadamente y asegurar nuestro futuro. Cuando se encuentra con algún pecador arrepentido, le dice: Vete en paz. Como quien dice: tranquilízate sobre el pasado, no te preocupes por él, olvídate de él. Y sigue Jesús: No vuelvas a pecar. Es decir: Suéltate de todo lo que hasta ahora te ha pesado y te ha hecho sufrir, y constrúyete un futuro nuevo.

De una manera gráfica, este pensamiento que explicado en la llamada a los que estaban tirando al agua sus redes, como hemos escuchado en el Evangelio de hoy. Jesús les dijo: Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres. La reacción de aquellos hombres fue rápida y ejemplar: Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Aquellos hombres volvieron la espalda al pasado y emprendieron un camino nuevo en dirección al futuro. ¿No nos pondremos también nosotros a andar en dirección al futuro sin añoranza del pasado? Esta será nuestra conversión.