Pentocostés (C)

Amados hermanos, en el Señor:

Lo más importante de nuestras vidas y de las relaciones que mantenemos con los demás es, en si mismo, invisible; se trata de nuestro espíritu, de nuestras disposiciones interiores, como son: la ternura y la capacidad de amar, de comprender y perdonar. Es en nuestro interior donde germina la fortaleza y la disponibilidad, la capacidad de superar las dificultades y de abrirnos al bien y a la verdad.

Hoy, fiesta de Pentecostés, celebramos el don del Espíritu de Dios derramado en el corazón de los primeros creyentes, como culminación del misterio pascual de Jesús. Con la venida del Espíritu Santo quedó confirmada y consolidada la obra exterior de Cristo en los apóstoles y discípulos, por la transformación de sus corazones, la iluminación esplendorosa de su fe, la dilatación de su amor y el robustecimiento de su voluntad; significado todo ello por unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Entonces, se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras.

El Evangelio nos ha narrado otra escena del don del Espíritu a los apóstoles. Jesús les saludó, diciendo: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo’. El aliento divino es una metáfora ordinaria para expresar la presencia de Dios dando vida al mundo. Ya las primeras páginas del Génesis nos dicen que el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas y daba vida a todos los seres. El aliento divino alude a su presencia constante dando vida a todo ser viviente y de manera especial, al hombre. Es el Espíritu vivificante que inspira todo bien y toda obra buena.

San Pablo, en la carta, desarrolla el sentido práctico de este don del Espíritu, comenzando por decir que, solamente gracias al Espíritu podemos reconocer que Jesús es el Señor y el Mesías y que, entre los que creen, el Espíritu distribuye infinidad de dones y carismas en bien de la comunidad entera.

Con esta oración hemos comenzado la misa de hoy: ¡Oh Dios! (…) derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y no dejes de realizar hoy, en el corazón de tus fieles, aquellas mismas maravillas que obraste en el comienzo de la predicación evangélica. Cuando la repetimos de corazón, más que intentar convencer al Señor para que nos dé su Espíritu, lo que pretendemos es disponernos nosotros mismos para poderlo recibir.

Mantengámonos, como los apóstoles, constantes en la oración y la espera confiada y silenciosa. Pocos momentos en nuestra vida serán tan propicios para recibir el Espíritu como nuestra Eucaristía dominical, donde nos hallamos reunidos, unánimes en la oración y la acción de gracias, iluminados por la palabra de Dios y enriquecidos con la presencia sacramental del mismo Jesús resucitado. Cada celebración eucarística es un nuevo Pentecostés para los que la celebran con sencillez de corazón, con espíritu de pobreza espiritual y de oración.