Domingo XXXII del tiempo ordinario (C)

Hermanos míos, en el Señor:

Existen unas preguntas que se ha hecho siempre todo el mundo, que nos seguimos haciendo todavía de forma explícita o simulada: ¿Hay vida después de la muerte? En caso afirmativo, ¿cómo será aquella vida? Las ciencias, como empíricas o experimentales que son, no tienen respuesta para este enigma; no van más allá del tiempo y del espacio y no pueden analizar más que la materia. Y, como por experiencia, la materia se desintegra, la vida que se sustenta en ella, se acaba con la muerte. Con todo, las ciencias filosóficas, las del comportamiento humano y las históricas, apuestan por la continuidad de la vida después de la muerte. ¿Por qué, si no, se ha demostrado escrita en el código genético de la humanidad la necesidad y la esperanza de una vida futura? ¿Qué sentido tendría, de no ser así, la creatividad estética, la inquietud espiritual, el deseo del bien, la simbología de lo eterno, el juicio insobornable de la conciencia ante las propias acciones morales? El conjunto, por tanto de todas las reflexiones filosóficas y antropológicas, a pesar de que no pueden demostrar de manera concluyente la existencia de la vida futura, ponen de manifiesto su conveniencia y su razonable posibilidad.

Si la reflexión intelectual despeja el camino para la creencia en la vida futura, la fe nos da una respuesta cabal y definitiva. De modo parecido, por el recto discurso de la razón, culminado en el acto de fe, llegamos al descubrimiento y a la afirmación del Ser Trascendente, que es el origen, el sostén y amparo de todo cuanto existe. Al acto de fe llegamos por la confluencia de dos fuerzas convergentes: por una parte, la inquietud innata de búsqueda por parte del hombre y, por otra, la revelación de Dios que se da a conocer por medio de hechos y de palabras, reveladas siempre al nivel receptivo y compresivo en cada época histórica. El hombre del siglo XXI recibe señales diferentes de las del hombre de las cavernas para facilitarle el contacto con el Absoluto. Los caminos son otros pero el resultado es el mismo. Por lo cual, la persona de cualquiera de las etapas históricas, si se puede librar de prejuicios y de la soberbia, tiene los medios suficientes para llegar al conocimiento de la verdad y descubrir la existencia del Dios infinito, razón única y suficiente para garantizar nuestra vida después de la muerte.

De acuerdo con estas reflexiones de la mente y el dato imprescindible de la fe, todo empieza y acaba en Dios. Queda, con todo, una segunda pregunta: ¿Cómo viviremos después de la muerte física? Los saduceos del evangelio que discutieron con Jesús tenían una visión carnal y material de la vida futura y, ante las dificultades para admitir una vida eterna que sea continuación exacta de la vida en el cuerpo, cual la que vivimos ahora, dejaron de creer en la resurrección. Fue entonces cuando Jesús les abrió una pista de solución. Les dijo: Los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos(…) ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. (…) Moisés llamó al Señor ‘Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob’. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.