Domingo VII del tiempo ordinario (C)

Amados hermanos:

Algunos pasajes evangélicos suenan a nuestros oídos como exigencias demasiado radicales o como utopías imposibles de practicar. Tal podría ser el fragmento de San Lucas que acabamos de escuchar, cuando pone en boca de Jesús estas palabras: A los que me escucháis os digo: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian». Por no continuar con aquello de: «Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra, etc…».

En la primera lectura hemos escuchado un relato modélico en este sentido. Según él, el rey Saúl rabiaba de envidia a causa de los éxitos militares y de la popularidad generalizada que aureolaban la figura del joven David. Movido por aquella innoble pasión, Saúl concibió el propósito de matar a su rival y urdió su búsqueda y captura designando para ello a tres mil hombres de entre sus mejores guerreros. Un despliegue verdaderamente desproporcionado para abatir a un solo hombre indefenso. De noche, mientras las tropas de Saúl dormían tranquilamente en su improvisado campamento, y el mismo Saúl en medio de ellos, David, acompañado de un solo hombre, se acercó sigilosamente hasta el lugar donde dormía el perseguidor, tomó la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y se marcharon. Nadie los vio, ni se enteró ni se despertó. Una vez alejados del lugar, David gritó con voz fuerte: Aquí está la lanza del rey. Que venga uno de los mozos a recogerla. El Señor pagará a cada uno su justicia y su lealtad.

La prometida recompensa del Señor es una buena razón, capaz de proporcionar las fuerzas necesarias para llevar a cabo aquello que nos repugna y que se nos antoja, en un primer momento, del todo imposible; como sería: perdonar a tu enemigo, rogar por él, devolverle bien por mal, hasta el punto de llegar a amarlo. Es Jesús mismo quien nos anima con aquel estímulo cuando, en efecto, nos dice: Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Luego añade otra razón en extremo convincente: Dad, y se os dará; os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros.

Ello nos lleva a pensar que arrastramos grandes deudas con el Señor a causa de nuestros pecados; que necesitamos ser aceptados aunque nos hayamos comportado como enemigos; que nos hacen falta su perdón y su amor. Se trata, por consiguiente, de un reto verdaderamente fuerte si consideramos que Dios usará con nosotros la misma medida que nosotros habremos usado con nuestros -digamos- enemigos y nos permitirá entender mejor aquella otra recomendación del Maestro: Tratad a los demás como queréis que ellos os traten.

Por otra parte, es maravilloso pensar que una actitud así de generosa nos permite parecernos a Dios -desde lejos, por supuesto- que es bueno con los malvados y desagradecidos. Ser compasivos como lo es nuestro Padre celestial es una meta sugerente, incitante, que no podemos adquirir sin estar muy unidos a él por la oración, la humildad, el reconocimiento de nuestros pecados y la experiencia de sabernos y sentirnos perdonados por él. Quien ha experimentado el consuelo del perdón recibido es el mejor dispuesto para el perdón y el amor del enemigo.