Domingo IV de Pascua (C)

Hermanos en el Señor resucitado:

Una de las experiencias que más intensamente vivimos es la de no bastarnos a nosotros mismos y, por ende, sentir la necesidad de sabernos acogidos por otras personas y por algún grupo humano. El niño no podría sobrevivir sin ser acogido en el seno de la familia; y el adulto, entonces puede aspirar a una vida en plenitud, cuando se sabe integrado afectiva y socialmente en un grupo. En definitiva, todos sentimos vivamente la necesidad de ser reconocidos y valorados por los demás, de que se cuente con nosotros, y de ser llamados, dentro del grupo, para ejercer alguna función que nos permita sentirnos útiles. Esperamos, finalmente, dentro del grupo, ser guiados, orientados, protegidos, reunidos.

Es lo que Jesús pretendió al crear la comunidad de los creyentes. Él es el Buen Pastor resucitado, que preside y guía su comunidad, a la que llamó entrañablemente su rebaño: Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. ¡Qué bello y alentador es escuchar estas palabras de boca de Jesús, creer de verdad en ellas y vivir a fondo la presencia escondida del Buen Pastor! Porque Jesús resucitado está presente en medio de la comunidad, cumpliendo fielmente lo que había prometido a sus amigos: Yo estaré con vosotros siempre, hasta al fin de los tiempos. O aquella otra promesa: Dondequiera que dos o tres se reúnan en mi nombre, yo estaré presente en medio de ellos.

De esta manera Jesús obra eficazmente en nosotros por medio de su Espíritu: nos llama, nos acoge, nos reúne, nos orienta y nos guía, porque nos ama y nos valora: Aquello que el Padre me ha dado vale más que todo. Valemos más que todo a sus ojos y no está dispuesto a perdernos, ni permitirá que ninguno nos arrebate de sus manos. A partir de aquellas confidencias de Jesús, todos podemos vivir en la más plena confianza.

Hemos leído que Pablo y Bernabé, movidos por el imparable deseo de reunir a todos en el redil de Jesús, invitan celosamente a la gente de toda condición: primero entre los judíos y pronto también a los paganos, convocan a reunirse en un solo rebaño, bajo la protección de un solo Pastor. Ni la fatiga, ni la incomprensión, ni las persecuciones más sangrientas conseguirán que Pablo y Bernabé, ni algún otro de los apóstoles, desistan de su empeño. Es necesario que todo el mundo se sepa llamado y escogido y que Dios, en su Cristo, no hace distinción de personas.

En la segunda lectura, San Juan nos ha explicado cómo ve el rebaño más allá de las barreras de este mundo, ante el Cordero glorificado. Es una visión de futuro: el rebaño ha sido definitivamente redimido y ha entrado en la gloria de su Señor: Yo, Juan, vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono del Cordero, vestido con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Pero ellos, aunque se hubieran ensuciado en el camino, no se perderán, porque han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero(…) Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el Cordero que está delante del trono será su pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Entre tanto, nosotros somos el pueblo de Dios, el rebaño de Jesús que, siguiendo al Pastor, hacemos camino hacia la apoteosis final descrita por el apóstol Juan en el libro del Apocalipsis.