Domiingo XXIX del tiempo ordinario (C)

Hermanos muy amados:

Si en nuestra asistencia a la misa dominical y festiva atendiésemos con diligencia y afecto a la proclamación de la palabra, a la predicación y a las oraciones litúrgicas, iríamos adquiriendo, sin darnos cuenta, una sólida formación cristiana y una mentalidad evangélica capaz de iluminarnos positivamente el camino. Hoy mismo, sin ir más lejos, nos sale al paso una lección magistral sobre la eficacia de la oración que, si perseveramos confiadamente, es siempre escuchada.

El problema para las personas que solemos orar es que raramente vemos el resultado: pedimos salud y seguimos encontrándonos mal; pedimos trabajo y no lo encontramos; pedimos un buen viaje y nos resulta lleno de dificultades; oramos para que aquella persona aderece sus pasos y la vemos a diario más extraviada. Y así, por el estilo, de muchas otras cosas. Es cuando nos sorprendemos pensando que Dios se hace el sordo, convirtiéndose su aparente silencio en una grave tentación para nosotros. ¿Por qué he de seguir orando, si de todas maneras, nunca saco nada en claro?

Para ayudarnos a superar este embrollo, Jesús nos propone la parábola de un juez sin entrañas de misericordia que no quería hacer justicia a una mujer viuda y desamparada. Aquella mujer, no teniendo a otro a quien acudir, no cesaba de ir a su encuentro pidiéndole que le hiciera justicia. Tanta fue la reiteración de la mujer que, cansado de verla y oírla, el juez dijo: Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara. Y termina Jesús diciendo: Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche? (…) Os digo que les hará justicia sin tardar.

Lo que ocurre es que no entendemos cómo hace Dios para ayudarnos, y no sabemos descubrir su presencia amorosa y su aliento divino en nuestra vida y en los acontecimientos que la conforman. Nosotros le pedimos salud y él nos quiere dar consuelo y serenidad en la enfermedad. Algunas personas le piden mejores ingresos económicos -quizá alguien incluso se atreva a pedir un golpe de suerte en la lotería o en las quinielas- y él nos quiere dar un plus de sensatez para administrar mejor los bienes que poseemos, juntamente con dejarnos catar el gusto de vivir con una cierta austeridad. Tal vez le pidamos que tal persona se convierta y, en realidad, somos nosotros los necesitados de conversión. Puede que nosotros suspiremos por los bienes temporales principalmente, mientras que él quiere enriquecernos con su sabiduría y su amor.

Una cosa está fuera de duda, según el Evangelio: que la verdadera oración consiste siempre en establecer una relación más constante, más consciente y profunda con Dios; y que el mejor bien que podemos esperar de la oración consiste en hacernos participar, ya ahora mismo, de la vida de Dios, avance y preludio de lo que será nuestra vida después de la muerte corporal.