Hermanos míos en el Señor:
Los pueblos antiguos habían introducido en sus ritos de adoración la costumbre de practicar sacrificios, para sellar, con la sangre de las víctimas, sus pactos con la divinidad. El pueblo de Israel no era diferente de los demás en aquella práctica, según hemos podido comprobar por la primera lectura, que terminaba así: Tomó Moisés la sangre y roció al pueblo, diciendo: «Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros».
Con la venida de Jesús, aquellos ritos de sangre quedaron suprimidos, porque, como nos decía la segunda lectura: Cristo ha venido como sumo sacerdote de los tiempos definitivos. Desde entonces ya no se sirvieron los seguidores de Cristo de la sangre de machos cabríos o de becerros, porque él, con su propia sangre nos ha redimido. Y, por ende, la sangre de Cristo nos purificará de las obras que llevan a la muerte, para que podamos dar culto al Dios vivo. Cristo, pues, es mediador de una nueva alianza. La primera alianza era tan solo la promesa, mientras que por la segunda recibimos aquello que nos había sido prometido: la herencia eterna.
Habiendo llegado Jesús a los postreros momentos de su vida y antes de ir a la pasión, quiso realizar lo que hemos oído en el evangelio: la institución de la Eucaristía, que será, para siempre jamás hasta el fin del mundo, la perpetuación de sus sacrificio.
El rito de la nueva alianza es bien conforme a nuestra manera humana de ser. El hombre tiene necesidad de comer para alimentarse, y la Eucaristía se sirve del pan y el vino como materia de este rito. Pero, además del alimento material, el hombre siente la urgencia de otra hambre que no tiene su origen en el cuerpo, sino en el mismo corazón, y el nuevo rito deviene el sacramento del amor, puesto que, por él, nos es asegurada la presencia de Jesús en la más insospechada intimidad, significada por el banquete donde nos alimentamos de la comunión con el mismo Cristo.
La venida de Jesús a nosotros en la Eucaristía tiene por objeto librarnos de todas nuestras pobrezas, lavarnos de todas nuestras inmundicias, satisfacer todas nuestras necesidades, enriquecernos con su gracia, abrir camino a todas nuestras esperanzas y comprometernos a una vida de generosidad que, librándonos de nuestro egoísmo, nos ayude a sentirnos útiles, en cuanto que somos transmisores a otros del amor que gratuitamente hemos recibido.
El Señor nos alimenta, con lo mejor de lo mejor, en lo más profundo de nosotros mismos. No se contenta con satisfacer las necesidades corporales y los vacíos sicológicos que padecemos, sino que quiere llenar del todo y para siempre el hambre de felicidad, el deseo irrenunciable de pervivencia eterna, así como la necesidad de amar y de sabernos amados de manera segura y definitiva.
La Eucaristía es el don del amor hecho sacramento y, hoy, es la fiesta de este amor.