Amados hermanos:
Las lecturas de este domingo abordan el planteamiento del problema del mal y el dolor y proyectan un poco de luz sobre la situación, a primera vista absurda, en que nos encontramos cuando los padecemos. En primer lugar, el mal, en una u otra de sus variantes, está presente implacablemente a lo largo de nuestra vida: dolor físico producido por enfermedades o accidentes; dolor moral, a causa de nuestras culpas; dolor espiritual por la ignorancia, el error, la desorientación o la falta de sentido.
El libro de Job ha descrito el dolor del cansancio por el trabajo, la desazón de la espera hasta recoger el fruto del propio esfuerzo. Ha descrito también la pesadumbre del insomnio y la decepción de ver cómo pasan nuestros días, se acaban y se consumen sin esperanza.
Pero, el autor del libro no encuentra razón satisfactoria alguna al problema del mal y del dolor. No nos explica cuál sea la causa, cómo se puede evitar, o qué sentido se le puede hallar. En el fondo, el mal y el dolor son una situación misteriosa, que no podemos explicar satisfactoriamente sin acudir a Dios y creer que, en sus planes, ha de tener algún sentido y ha de poder conducir a un final feliz.
Nos puede dar luz, si observamos que el mal y el dolor aparecen cuando se infringen las leyes de la naturaleza seguidas por el universo y por nuestro planeta, más concretamente; o cuando interferimos en el funcionamiento de los organismos vivos o, cuando tergiversamos el comportamiento razonable, ético y moral de los hombres. En otras palabras: cuando el plan de Dios es extorsionado, aparecen infaliblemente el mal y el dolor. Para poner un ejemplo: cuando una máquina comienza a calentarse y a chirriar, vamos corriendo al mecánico para averiguar qué pieza funciona mal; y, cuando sentimos un dolor persistente en nuestro cuerpo, acudimos al médico para que diagnostique qué órgano es el responsable del mal funcionamiento y, por ende, del dolor. De manera semejante podríamos averiguar las causas del mal y del dolor, indagando qué parte de nosotros o de nuestro entorno ha perdido el ritmo o se ha apartado de su camino natural.
Más difícil resulta encontrarles sentido a tales vivencias. No lo conseguiríamos jamás sin acudir a Dios que, según todos los indicios de la revelación, no quiere la muerte, sino la vida; no desea la enfermedad, sino la salud; no la tristeza sino el contento. En el plan de Dios el sentido del mal se ha de hallar por el camino de su curación: El Señor hará que desaparezca de su santa montaña el velo del luto que cubre todos los pueblos, el sudario que amortaja las naciones; engullirá para siempre la muerte, según leemos en Isaías.
Jesús mismo empleó toda su vida en la curación de los males que se encontraba a su paso. Hoy, por ejemplo, hemos visto cómo curaba a la suegra de Pedro, en Cafarnaum. Durante su vida curó muchos enfermos de diversas enfermedades y expulsó a muchos demonios de los poseídos. Y, al final de la jornada, ponía en manos del Padre la nueva situación, como nos ha relatado San Marcos: Se levantó de madrugada y allí se puso a orar. Finalmente, con su resurrección curó de raíz todos los males, cuando, con su cuerpo transformado y glorioso, comenzaba una nueva vida, nacida de la destrucción de su cuerpo mortal en la cruz.