Domingo V de Cuaresma (B)

Mis amados hermanos:

¿Quién es Dios? ¿Cómo es Dios? ¿cómo podríamos conocer de verdad a Dios? Las culturas de todos los tiempos y pueblos han buscado las respuestas a estas preguntas. La religiones no son más que un esfuerzo gigantesco en el intento de conocer a Dios, sin que ninguna de ellas haya llegado a una respuesta evidente.

Descartada la evidencia por imposible, podríamos decir que la respuesta satisfactoria no se encuentra en los libros ni en la palabra de los sabios, porque el conocimiento de Dios no cabe en los medios limitados, cargados además de condicionamientos y prejuicios. Por ello, el profeta Jeremías nos indica otro camino, cuando dice: No tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro su hermano, diciendo: ‘Reconoce al Señor? Porque todos me reconocerán, desde el pequeño al grande. Es la promesa de que Dios mismo se dará a conocer.

Podemos afirmar que al verdadero conocimiento de Dios, más que por el ejercicio de la razón, se llega por la experiencia vital de todo nuestro ser, como ocurre con el amor o la felicidad. Nadie, en efecto, experimenta el amor cuando él quiere sino cuando aquél se hace presente. Del mismo modo, nadie hace la experiencia de Dios hasta que él se manifiesta, se deja encontrar de alguna manera o hace casi tangible su presencia. En este sentido el profeta Jeremías ha dicho: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.

Cosa parecida ocurre con el conocimiento de Jesús, Hijo de Dios, como se deduce de lo leído en el evangelio: Algunos griegos…acercándose a Felipe, le rogaban: ¿Señor, quisiéramos ver a Jesús? Felipe y Andrés fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Queriendo decir que, aunque le vean ahora, no lo conocerán verdaderamente, mientras no tengan experiencia personal de su resurrección.

Creer que Jesús ha resucitado y vive para siempre entre nosotros es el punto de partida. Los mismos apóstoles vivieron en continua desorientación sobre quién era Jesús y cuál el contenido exacto de su misión, mientras no alcanzaron experiencia viva y personal del resucitado.

Si alguno de nosotros no creyera firmemente en la resurrección de Cristo y en su vida nueva, éste, nada sabría todavía de Jesús, puesto que, lo que se conoce de él por la lectura de los evangelios, se convertiría para el tal en interesantes anécdotas, tal vez no todas históricas siquiera, si no llegara a confesar de corazón el triunfo final del resucitado.

Dios se revela a los hombres por medio de hechos históricos, mejor todavía que por palabras. Así, la muerte y resurrección de Jesús nos muestran que es acogida por Dios, para la salvación, la muerte y la resurrección de la humanidad. Con él morimos y con él resucitamos: El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará.

No es necesario demostrar científicamente nuestra fe ni entender exhaustivamente su contenido: nos basta creer en Jesús, confiarnos a él y seguirle con decisión y afecto; seguros de que él mismo irá transformando nuestra vida en el pensamiento, el amor y la obras. Esta transformación obrada por Dios en nosotros, sirviéndose de la misión de Jesús, es la gestación de la vida nueva que tendremos en Dios, después de pasar por la muerte y de ser transformados por la resurrección.