Domingo III del tiempo ordinario (B)

Hermanos en el Señor:

La comunicación de Dios con el hombre se da ordinariamente en el interior, en el secreto del corazón. Aquella comunicación suele ser una llamada, una invitación, para que el hombre encuentre el camino y se oriente hacia su destino, que no es otro que la felicidad personal. A veces, para algunas personas, la llamada de Dios tiene un alcance comunitario, cuando el elegido recibe la misión de ayudar a sus hermanos para que despierten y se conviertan de actitudes erróneas y negativas, que les apartan de la felicidad y ponen en entredicho la realización personal.

Abundan en la Biblia situaciones en que alguien es llamado a convertirse y a convertir a sus semejantes. Hoy, se nos propone el caso de Jonás: En aquellos días vino la palabra del Señor sobre Jonás: «Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predica el mensaje que te digo.» La llamada del Señor reclama siempre una respuesta que exige la conversión personal. Sabemos que a Jonás le costó en gran manera convertirse, y que lo intentó todo para evitar el cumplimiento de la misión encomendada. Ojalá el Señor no nos deje en paz, como hizo con Jonás, hasta que nos decidamos a comenzar una nueva vida en la dirección de nuestro crecimiento personal y de ayuda a los demás.

Imitemos a la gente de Nínive que, por la predicación del profeta, creyó en Dios y se convirtió: Y vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida. El primer paso de la conversión es, pues, creer en Dios y vivir, por la fe, su presencia entre nosotros; más ahora, que sabemos cómo Jesús resucitado nos acompaña siempre y nos invita a recorrer juntos el camino.

En el Nuevo Testamento, la invitación de Jesús a seguirle se produce con bastante frecuencia. Hoy nos fijamos, por una parte, en la llamada general que hace a todos, cuando, predicando por Galilea, dice: Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el evangelio. Por otra parte, hacemos memoria de la llamada personalizada de Jesús a los cuatro pescadores del lago de Jenazaret: Simón y Andrés, Santiago y Juan. Ellos abandonaron a su padre y los aparejos de pescar y se fueron con Jesús. Ellos recibieron la vocación comunitaria de proclamar a todo el mundo la Buena Noticia: Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.

La pregunta angustiosa que nos hacemos ahora, es: ¿Por qué en nuestro tiempo tan poca gente sigue la vocación de misionar, de anunciar la Buena Nueva de Jesús? ¿No será porque no hemos entendido, o esquivamos voluntariamente la recomendación de San Pablo a los Corintios, cuando les dice: El momento es apremiante (…), los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la representación de este mundo se termina. Antes al contrario, muchos se comportan como si este mundo fuese definitivo para siempre, y ellos con él; como si lo que se ve, se toca y se puede contar y medir fuese el auténtico valor que esperamos y lo único que puede satisfacer nuestras carencias más profundas, incluso las sicológicas y las espirituales.