«En la casa de mi Padre hay muchas moradas»

Hoy celebramos la gozosa y triunfal fiesta de Todos los Santos. ¡Qué alegría celebrar las vidas y los testimonios unidos de todos los santos y santas de Dios, los conocidos -que figuran en el Martirologio, o santoral-, así como la multitud de los santos anónimos, desconocidos para nosotros, pero no para Dios, para quienes son hijos e hijas suyos, muy queridos! Podemos unir y celebrar todas las personas buenas, ejemplares, que han existido o que cada uno ha conocido (familiares, ¿por qué no?) y que, en esperanza, creemos que ya están con Dios, disfrutando de su gloria, e intercediendo por nosotros. Confiamos en la promesa de Jesús: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho porque voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde  estoy yo estéis también vosotros» (Jn 14,2-3).

Los santos nos ayudan a vivir más de cara a Dios, buscando «los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1) y a creer “contra toda esperanza» (Rm 4,18). Ellos nos impulsan con su ejemplaridad. Por sus méritos, unidos a los de Cristo y María, y por sus oraciones, un día seremos acogidos en la patria celestial. La Iglesia así inercede cuando hace la última recomendación del alma del difunto en la iglesia: «Venid en su ayuda santos de Dios, salid a su encuentro, ángeles del Señor. Recibid su alma, y ​​presentadla ante el Altísimo».

Por más que cada generación deba vivir «tiempos recios», con desconciertos y crisis de fe en muchas personas, los santos nos re-centran en lo más importante y esencial: Jesucristo, su Palabra, el amor con que Dios nos ama y que hemos de acoger y testimoniar con palabras y sobre todo con obras para con el prójimo, con los pobres y necesitados. «Al atardecer de la vida seremos examinados en el amor», decía S. Juan de la Cruz, resumiendo la famosa parábola del juicio final (Mt 25,31-46) cuando se nos preguntará si hemos dado de comer, de beber, si hemos visitado a los presos, vestido a los desnudos, visitado a los enfermos… si hemos amado. Porque todo lo que hacemos a uno de los más pequeños, lo hacemos al mismo Cristo. Ante la secularización ambiental y la pérdida del sentido de Dios en la vida de muchos, os propongo que os fijéis en Cristo como centro de vuestra vida, con quien nos comunicamos fundamentalmente por medio de la oración; ante el egoísmo que hoy impera en la sociedad y que provoca tantas crisis, y ante la soledad de muchas personas, propongámonos y ofrezcamos experiencias de vida fraterna y caritativa; ante el derroche insolidario, vivamos la austeridad, la sencillez de vida y el compartir; ante el individualismo y la falsa libertad que olvida la voluntad de Dios y su amor, propongámonos confiar siempre en Dios, abandonarnos confiadamente en sus manos. Seamos Iglesia fraterna, en camino constante (en salida) hacia los hombres y los pobres, fundamentada en el Amor de Dios.

La fiesta de Todos los Santos nos asegura que la vida tiene sentido. Y desde el final que esperamos, se ilumina el camino a recorrer, que no es una quimera ni un vacío. Porque sabemos y creemos que nos están esperando, que vamos hacia Dios, y que seremos eternamente felices. Finalmente encontraremos el descanso que tanto deseamos (cf. Mt 11,29) y viviremos una personal fraternidad eterna. Porque, los cristianos no morimos, sino que “entramos en la Vida”, como afirmaba la doctora de la Iglesia, Sta. Teresa del Niño Jesús. Una Vida habitada por Dios y por la multitud de sus santos.

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