El jueves es la gran fiesta de la Asunción de María, fiesta grande porque la Madre del Señor y Madre nuestra ya está en el cielo, en cuerpo y alma, resucitada por un don inmenso de su Hijo que quiere mostrarnos en Ella, lo que quiere hacer y hará con todos nosotros, destinados a vivir para siempre. Desde nuestros pueblos y parroquias hagamos fiesta grande y digámosle a nuestra Madre del Cielo que la amamos, que estamos contentos de que ya disfrute de la vida para siempre, y que su triunfo es el anuncio del nuestro. Imitémosla al máximo, digámosle que necesitamos su ayuda, que nos enseñe a amar a Dios y a vivir la sencillez y el amor auténticos, y que no nos deje nunca en las crisis y dificultades que podamos encontrar en el camino de la vida.
Cada año peregrinamos a Lourdes con la Hospitalidad diocesana. Los misterios de la Inmaculada y de la Asunta se funden en Lourdes y se nos hacen mucho más radiantes y comprensibles. María Purísima fue preservada del pecado porque debía concebir al Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo, y es ese Hijo, siempre tan unido a Ella, que la vino a buscar en cuanto se durmió con el sueño de la muerte, para tenerla con Él, y hacerla instrumento de sus dones para con los discípulos, que Él le dio como hijos.
En la gruta de Lourdes, el 11 de febrero de 1858, María Inmaculada y Asunta al cielo bajaba humilde y luminosa a la tierra para llamar a una adolescente joven y pobre, Bernardita Soubirous, y revelarle en su propia lengua, la que se habla en nuestro querido Valle de Aran, «que soy era Immaculada Concepciou», subrayando lo que la Iglesia, por el ministerio infalible del beato Pío IX, había declarado el 8 de diciembre de 1854: que es “revelada por Dios la doctrina que sostiene que, por gracia especial y privilegio de Dios omnipotente y en previsión de los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original desde el primer instante de su concepción” (DS 2803). Y le animaba a que rezara el Rosario con Ella, despertara a unos curas y a un pueblo cristiano demasiado dormidos en su fe, y pasara su vida de enferma, haciendo el bien y compartiendo el misterio de la Cruz de Cristo. Se abría así una fuente de agua purificadora, que llevaba hacia la conversión del corazón, y se nos urgía con dulzura hacia el servicio y el amor a todos, especialmente a quienes sufren en su cuerpo y en su espíritu. Aquel mensaje permanece vivo y sigue atrayendo a multitudes de peregrinos de todo el mundo. Lourdes sigue haciendo bien a todo aquel que se acerca con fe y devoción, porque nos anima a la conversión. Éste es el gran milagro que siempre se acaba dando en Lourdes: verlo todo bajo una luz nueva y con confianza. María es la Asunta, está viva e indica siempre a Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Ella nos da fuerzas para sufrir con amor sacrificado y con sentido redentor.
Santa María, «la llena de la gracia del Señor», es ya Asunta con su Hijo, comunica luz y gracia a los enfermos de cuerpo y de alma, cura y reanima. En Lourdes los enfermos y los pequeños según el Evangelio nos evangelizan, y todo el esfuerzo y la entrega de quienes preparan las peregrinaciones y de los que acuden como voluntarios, son parábola viva del Evangelio del amor.