El martirio de los siete presbíteros

Puerta del cementerio de Salàs de Pallars
Lugar del martirio

Jueves, 13 de agosto de 1936

Aún muy temprano, pequeños grupos de los sujetos llegados el día anterior, siempre acompañados por uno de los milicianos locales, van a buscar, casa por casa, a los sacerdotes: los siete y además a mosén Joan Auger Móra, párroco de Barruera, residente en La Pobla des del año anterior, y mosén Serafín Oliva Fort, párroco de Monsor y regente de Sant Joan de Vinyafrescal. También buscaban otros dos que pensaban encontrar en La Pobla.

Sin oponer ninguna resistencia, en la primera indicación, todos se pusieron mansamente en manos de ellos, obedeciendo la orden de acudir al Comité.

Allí, en el convento-colegio de la Sagrada Familia o antigua casa Berenguer, fue constituido el tribunal y empezó el simulacro de juicio: registros, malos tratos, palabras groseras y maliciosas, blasfemias y falsas actuaciones…

Entre los muchos testimonios de lo que aconteció aquella madrugada, tenemos a Mn. Auger, que nos ha dicho casi textualmente: Nos cachearon todos por separado. Un hombre, que más parecía un demonio, me puso la mano en el cuello, rompiendo la cadenita de las medallas y del Santo Cristo, los echó al suelo con violencia, y me puso las manos en los bolsillos, lo sacó todo y me restituyó el tabaco, el reloj y también el monedero, pero se quedó las cuarenta pesetas que había. En un bolsillo encontró los rosarios; se puso fuera de si me dio un empujón contra la pared, tan fuerte que me hizo tambalear, acompañando la acción con blasfemias de las más horrorosas que he oído en mi vida. Echó los rosarios por el suelo y los pisó igual que un energúmeno.

Después cachearon a Mn. Tàpies que volvió triunfante y me dijo con satisfacción, enseñándome un pequeño Santo Cristo: ¡mira, no me lo han encontrado! Después de un nuevo interrogatorio, mosén Tàpies me dijo: Querían que dispusiera a su favor de los bienes de…; les he contestado que no podía hacerlo en conciencia y que no firmo ni firmaré lo que pretenden. Y yo, que estaba al corriente del asunto, le respondí: Has hecho muy bien, pues esos bienes no te pertenecen.

Estábamos esperando nuestra hora, cuando llega uno de los que habían hecho el cacheo a casa de Mn. Tàpies, y mostrándole unas láminas, le dijo: ¡Usted tan rico, con tantos pobres como hay! Mn. Tàpies se calló, pero mosén Boher dijo: Tenga usted en cuenta que el sacerdote, por su mucha caridad, conservaba dinero de muchas personas pobres.
Mientras ocurrían estos asuntos, el señor Morera entró en la sala, movido por el pensamiento de hacer alguna buena obra, que -dice- se le ocurrió al pasar ante la casa. Efectivamente, dirigiéndose a los del Comité y refiriéndose a mí, les dijo: ¿Qué queréis hacer de ese viejo, cojo y tan enfermo, que no llegará vivo a Lleida? Entonces me llevaron a otra habitación. Detrás de mí vino mosén Oliva, que ya estaba advertido por un pariente suyo del Comité que no le pasaría nada, y me dijo al oído: Se ve que a nosotros no nos van a matar. Y estando allí, un miliciano nos advirtió: Os salvamos la vida, pero con dos condiciones: Que no os metas en política y, -encarándose conmigo- fíjate bien: que no prediques religión.
La sesión, sin pruebas convincentes, iba decandiendo. El jefe de las fuerzas militares, llegadas el día antes, dijo a los del Comité: Pero, ¿ya sabes lo que haz? Yo me lavo las manos, y quiero que otros salgan responsables de estas muertes. Así fue, efectivamente, puesto que dos miembros del Comité les acompañaron hasta el lugar donde fueron asesinados, los cuales firmaron el acta de ejecución, todavía hoy conservada, y que después les haría primeros «responsables» ante la justicia de los hombres.
Debía de ser poco más de las diez de la mañana, cuando esa tarea se dio por terminada. Se decía, dentro y fuera, que eran llevados a Lleida.
Salen del Comité los siete sacerdotes, escoltados por una veintena de milicianos, de esa misma población y forasteros. Los sacerdotes no van atados. Han dado pruebas de ser suficientemente dóciles. Además, hay que disimular un poco el crimen a cometer.
Delante va Mn. Tàpies. El jefe de las fuerzas insiste en que se quite la sotana; pero él responde: «Es el uniforme que he traído siempre con todo honor y dignidad«. Siguen Mn. Martret i Mn. Arnau; despuéss, Mn. Castells i Mn. Araguàs,yi, finalmente Mn. BoherMn. Perot.
El itinerario es: calle Mayor, plazoleta de Orteu, subir por la carretera de Tremp, pasar por delante de la iglesia, siguiendo arriba por la carretera que lleva a Gerri hasta delante del Hotel Cortina. Allí esperan ambos camiones, con los soldados, un tercero, de la población, (Antoni Mir Vilanova) al que poco antes habían obligado a acudir.
En este último camión subieron los siete sacerdotes y el escolta conveniente; enfrente va un turismo, con dos miembros del Comité y el sargento de las fuerzas militares; detrás, los otros dos camiones que conducen a los soldados: Ramon Boix Camats y Genaro Carrera Maymi.
La comitiva ante la expectación -generalmente respetuosa- de la gente, emprende la marcha. Los sacerdotes van sentados, salvo Mn. Tàpies, que se despidió de aquel pueblo y de la gente, con la que había convivido cerca de medio siglo, y dice -girándose hacia la iglesia-: Adiós Madre de Dios de Ribera; vengo al cielo.
Cruzan el Flamicell y, llegados frente al cementerio, se ordena a todo el mundo a bajar de los camiones. Pero, al darse cuenta de que venía mucha gente curiosa, reanudan la marcha.
Al pasar por el enlace de la carretera que lleva a Sant Joan, se para de nuevo la comitiva. Los del turismo suben al pueblo, registran la rectoría y vuelven rápidamente, con la cartera de Mn. Perot, y continúan el camino. Los sacerdotes -dice un testigo- hacen el trayecto silenciosos y recogidos: «triumphale silentium«, diría San Ambrosio.
Una vez llegados frente al cementerio de Salàs de Pallars, de nuevo se para el turismo y, consecuentemente, los otros tres vehículos. El jefe de las fuerzas manda bajar a todo el mundo y, dando un paseo por los alrededores, hace marchar al viejo de casa «Paula», con su nieto y otros cinco pequeños, porque vamos a matar a siete curas.

Los sacerdotes, ya bien conscientes de su fin, van subiendo mientras tanto la cuesta -por el camino de hoy, unos 120 pasos-, hacia el cementerio. Entre las escenas y detalles atestiguados de aquellos momentos es importante recordar:

  • Una última insistencia a Mn. Tàpies: Esto ya se lo puede quitar, y la respuesta: Allá donde voy yo, también va la sotana.
  • Mosén Araguás al emprender el caminito que lleva al cementerio, se descalzó, y dejó cerca los zapatos y, al parecer, dijo: La subiré descalzo como Jesucristo que subió así la del Calvario. Aquellos zapatos «bajos, negros y desatados» fueron recogidos al día siguiente por el «Paula», y entregados después a la hermana de mosén Araguàs.
  • A Mn. Arnau le fue hecha una nueva propuesta (se supone que era la de salvarle la vida, a cambio de ir al frente de guerra), según se deduce de estas palabras dichas después por el cabecilla de las fuerzas: Si hubiese estado solo, quizá hubiéramos conseguido hacerle aceptar; pero, de hecho no ha querido. Otro testigo añade que aquí hubo una intervención de Mn. Tàpies, diciendo: Ya tienes la palma del martirio en las manos, no la dejes escapar. En todo caso remarcan que no serían estas palabras otra cosa que un refuerzo más a la ya dedicada y manifiesta voluntad de martirio por parte de Mn. Arnau al que, según se afirma, aún antes de dispararle se le hizo una nueva indicación para que se separara del grupo.
  • También parece que, ya a las puertas del cementerio, uno del Comité dijo: A Mn. Castells podríamos dejarlo; pero otro respondió que no debía quedar ninguno, y que nunca había disfrutado tanto como en aquellos momentos. – Yo te perdono -dijo Mn. CastellsNo necesito perdón de nadie – respondió el otro.
  • Mn. Boher pidió permiso para hablar y lo hizo de esta manera: Aquí teneis mi cartera con cien pesetas que llevaba, porque creía que éramos conducidos a Lleida; pero como veo que ya no tendré necesidad, os las doy y os perdono en nombre de todos. ¡Viva Cristo Rey! Otros añaden a las palabras de Mn. Boher las que leemos de San José Cancio: para que además de un crimen no cometáis un robo.
  • Otro de los sacerdotes también quería hablar, pero el jefe de las fuerzas se impuso, diciendo que ya no quería más explicaciones.

Colocados los siete sacerdotes afilados ante la pared de mediodía del cementerio -unos de cara, otros de hombros-, el jefe de las fuerzas ordenó la ejecución. Parece que Mn. Arnau y Mn. Tàpies no estaban bien muertos aún cuando el sargento, después de haber podido parar el tiroteo, pasó con la pistola disparando el golpe de gracia a cada uno. Las ametralladoras no las utilizaron.

Todos volvieron a la carretera. Un miliciano llevaba los siete relojes y ofreció uno al amo-chófer del camión que había transportado a las víctimas sin subir al cementerio. No lo quiso, y recibió la orden de volver a casa.

La comitiva, después de confiar al Comité de Salàs el entierro de los cadáveres, se dirige a Tremp y se va a comer a Cal Canaleu. Después, se dividen en dos grupos: el pequeño, capitaneando por una miliciana, sube Pallars arriba; el otro, después de intervenir en la captura de los curas R. Coll y Riera hasta su asesinato en Cellers, sigue la ruta emprendida hacia Lleida.

Cuatro vecinos de Salàs, requeridos por el Comité, son los encargados de enterrar los siete cuerpos de los sacerdotes caídos, dentro del mismo cementerio, bajo la sombra de los ábsides seculares de Sant Pere el Vell.

No parece que les trataran con mucho respeto y miramiento. Los Comités de La Pobla y de Salàs, convinieron de no atender diferentes peticiones que hicieron los familiares de las víctimas: a las sobrinas de Mn. Tàpies no se les permite recoger el cadáver; una prima de Mn. Boher, residente en Salàs, que acudió con una sábana para amortajar el cuerpo de él, fue amenazada y ahuyentada.

La exhumación de los siete cadáveres tuvo lugar el 24 de noviembre de 1938. El sepulturero de La Pobla, Antoni Sorigué, dirigió la excavación. Todos fueron identificados sin dificultad, y de todos también se hizo la recomposición gracias a la pericia y delicadeza del médico de Salàs, Dr. Miquel Mir Farré, El cadáver de Mn. Arnau estaba en lo más alto, el de Mn. Tàpies, al fondo.

El domingo 27 del mismo mes, fue el día designado para el solemne entierro en La Pobla. Al pasar frente al cementerio de esta villa fue agregado a la comitiva el ataúd de mosén Lluís Vives.
La llegada a la población y el acto eucarístico celebrado en la Parroquia fueron solemnes y emotivos.

En el cementerio, los ocho ataúdes fueron colocados en la tumba de la familia Boix Bellera. Posteriormente, fueron adjuntados los restos de mosén Eusebi Farré y de mosén Pere Vilanova,

Finalmente, el 29 de septiembre de 1941 tuvo lugar la traslación definitiva a la capilla del cementerio, donde se lee: «Aquí descansan esperando la resurrección, los restos mortales de diez sacerdote de la Santa Madre Iglesia que por Cristo y su fe gustosamente derramaron su sangre.»
Fuente: Mn. Jesús Castells Serra
Martirologi de l’Església d’Urgell – 1939-1939
Pag. 164-168