Domingo VI del tiempo ordinario (B)

Hermanos míos en el Señor:

La vida ideal de toda persona, la más reconfortante y feliz, germina en el sujeto de corazón limpio, de pensamiento positivo y recta intención; también cuando miramos al otro como igual, valoramos sus acciones y procuramos una relación atenta y cordial y, juntamente, mantenemos el equilibrio entre las necesidades del cuerpo y las del espíritu, entre la atención a los bienes de la tierra y el deseo de los celestiales. La vida perfecta tiene lugar cuando ponemos a Dios como centro de nuestra mirada y dejamos que su presencia misteriosa llene todos nuestros días; y los acontecimientos, en los cuales participamos, son visto y aceptados desde el proyecto de salvación del Señor sobre nosotros y sobre todo el mundo. En este contexto, los días de nuestra vida nos son dados para que hagamos posible el estado descrito anteriormente, para purificar gradualmente nuestras intenciones y corregir las actitudes desviadas.

Entre tanto, descubrimos todavía que nos atrae y sugestiona el ponernos a nosotros mismos como centro del universo; que nos encanta nuestra comodidad; que buscamos el placer de los sentidos antes que el gozo del espíritu; que nos desentendemos de los demás con suma facilidad, aislándonos en nuestro castillo interior, bien protegido y resguardado.

También observamos que solemos pensar en Dios más como un ser prepotente y lejano, que como Padre cercano y amigo íntimo y salvador. Entonces, la lejanía de Dios la solemos disfrazar con unas cuantas prácticas y ritos, sin que acabemos de abrir generosamente las puertas y ventanas de nuestro castillo a la presencia benéfica de su amor.

interés por el mundo espiritual de relación con Dios; hecho que constituye un estado de salud espiritual delicada, con predisposición para todas las enfermedades y para una alergia paralizante, que impide el gozo de vivir plenamente.

El reconocimiento de nuestra estado, con humildad y confianza, nos asemeja al personaje del relato evangélico. Decía así: Se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme.». El resultado, en nuestro caso, será semejante a lo que pasó allí. Sigue el evangelio: Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero, queda limpio.» La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio.

El contacto personal y directo con Dios, por Jesús, mediante la fe y el amor expresados con frecuencia en la oración, nos dispondrá a vivir la recomendación que nos hacía San Pablo en la carta de hoy: Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios.