Este domingo comienza el Adviento, el tiempo de la esperanza. Cuatro semanas que nos ayudan y urgen a preparar bien la Navidad. Este año con la pandemia no será tanto preparar encuentros y fiestas de familia, que quizás no se podrán llevar a cabo o sólo a través de conexiones telemáticas, pero sobre todo será prepararnos para la Navidad de forma más auténtica, más cristiana, con caridad, oración, austeridad y alegría. No podrán ser días de comidas familiares y de regalos, pero estamos obligados a vivir lo esencial y más principal: la acogida del Señor Jesús, que llega para renovar todas las cosas. El Adviento debe significar la acogida de Dios que se hace Dios-con-nosotros y que cambia la historia; la acogida de Jesucristo que se hace hermano nuestro y que permanece con nosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos. Nos sigue diciendo a nuestra generación: «Mira, estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3,20). Escuchemos la voz del Señor, abrámosle la puerta de nuestra vida, dejémonos llenar de su luz y viviremos una comunión plena y curativa, que nos curará de todo miedo y angustia, y nos dará la plenitud de su amistad y de su gracia.
Viene el Señor. Hagámosle sitio, acojamos su Palabra, recibamos su Amor. Cada Eucaristía nos recuerda que le esperamos: «¡Ven, Señor Jesús!». Iniciamos el Adviento con mucha esperanza, porque el que llega es «el Señor del universo», el que todo lo puede, el que siempre perdona y restaura, el que ha vencido el pecado y el mal, el que ha recreado la historia humana, llenándola de su Amor y mostrándole su final de salvación en Dios.
¿Sabremos esperarle activamente? La esperanza es una virtud serena, humilde y pequeña, frágil si queréis, pero vivificadora de la fe y de la caridad. Nada de pasividades en los que esperan activamente como Jesús nos ha enseñado, porque Dios, que todo lo puede, nos da la alegría de saber que Él trabaja con nosotros, prepara los bienes invisibles que nos quiere regalar, y seguro que desea, aún más que nosotros, el triunfo del bien y del amor, la salud para todos sus hijos. Es en este fundamento divino que basamos nuestra esperanza; no en nosotros o en nuestras pobres fuerzas.
Esta «verdad» nos ayuda mucho, sobre todo en tiempos de tantas dificultades, cuando parece que las cosas nos van en contra. Nosotros nos mantenemos esperanzados, firmes y fieles, con la mirada fija en lo que vale para siempre y que no pasará jamás. Porque de hecho, nuestra esperanza es una Persona, es Cristo. Por Él vale la pena perderlo todo, si conviene, a fin de ganar la vida y ganarlo todo.
Esta actitud esperanzada es la que necesitamos. Sembrar esperanza en medio de la pandemia, en estos campos, como en otros que cada uno puede estar viviendo con dolor: carencias y dificultades en la propia familia, enfermedades que son duras de soportar, cruces pesadas o heridas nunca suficientemente curadas… Es esta realidad de pecado y de dolor que Cristo viene a hacerse suya, naciendo en medio de nosotros. Preparamos la Navidad que debe ser una realidad cada día. El Señor llega con poder, viene a poner alegría donde sólo crece el resentimiento. ¡Que Él llegue a todos! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Ven Señor Jesús!
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