Hermanos míos muy amados:ç
Acabamos de proclamar unas lecturas henchidas de dolor amorosamente aceptado y de delicada ternura, no exenta en algunos momentos, de dramatismo. Esta preparación nos ayudará a entrar con naturalidad en la contemplación del siervo de Dios destrozado por el dolor, pero fuerte moralmente, llevando adelante con serenidad su entrega voluntaria a las fuerzas del mal. Nosotros nos proponemos participar del drama, junto a Jesús, no de forma impasible ni con la indiferencia de unos espectadores, sino inmersos en el mismo misterio, puesto que, de todo lo que él vive y sufre, somos los beneficiarios naturales. Ante nosotros está Jesús, solidario de toda la humanidad y responsable de nuestras deudas por propia iniciativa. Hemos leído en Isaías: Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores…Él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes…Por los trabajos de su alma…su descendencia verá la luz, el justo se saciará de conocimiento.
La obra que contemplamos es de Jesús y nuestra: de Jesús, como Salvador, y nuestra, como salvados. Nosotros somos los enfermos y él es el remedio; él, el médico, y nosotros, los heridos. Contemplando a Jesús en la cruz encontramos el inicio de nuestra curación; y, su obediencia hasta la muerte es la respuesta al absurdo de nuestra desobediencia y rebelión.
A partir del Calvario, ya nadie podrá decir con bastante razón que su situación es insoportable, que su sufrimiento no tiene sentido, o que su futuro no tiene salida. Por solidaridad con semejantes situaciones, Jesús no rehusó pasarlas en su carne. El mal y el dolor es el túnel más oscuro en que puede entrar la persona humana, y Jesús quiso atravesarlo para que se vea claramente que tiene salida. Jesús no se prodigó en discursos sobre el sentido del dolor ni dio recetas para suprimirlo. Sencillamente, se presta voluntariamente a pasarlo haciéndose solidario de todos los que sufren; aunque no se queda en el dolor, sino que lo vence y lo supera, convirtiéndolo en medicina de purificación y remedio de los pecados .
Aquí tenéis al hombre, dijo Pilato a los judíos. Sí, Él es el hombre: no el que triunfa a costa de sus semejantes, el que se enriquece con la explotación de los débiles, el que subyuga según sus conveniencias, el que siempre está por encima de los demás; sino el hombre humilde, explotado y expoliado; el que acepta la pobreza absoluta en su carne para enriquecernos a todos, en el espíritu. A aquel que no había conocido pecado, Dios, por nosotros, lo hizo pecado para que nosotros llegáramos a ser en él justicia de Dios.
Ésta es la verdad: Jesús mismo es la verdad. Verdad en su palabra y en su vida, y ahora, Verdad sublimada en el patíbulo de la cruz. ¿Qué es la verdad? -dijo Pilato, escéptico-, sin esperar respuesta. Nosotros sabemos que la Verdad es Jesús. Lo que él dijo e hizo es la verdad sobre el mundo y el hombre.
A nosotros nos toca, con nuestro estilo de vida, dar respuesta a la pregunta de Pilato. Más todavía que a él, a la pregunta escéptica de tantos hombres y mujeres que, en nuestro tiempo, parecen ser el eco sordo de aquella de Pilato, que dudan y no se aclaran por no mirar más allá de ellos mismos. Digamos todos con nuestra vida auténtica y honesta: JESÚS ES LA VERDAD.