Amados en el Señor:
En el ciclo del año litúrgico hemos celebrado los misterios de la vida, la muerte y la resurrección de Jesús, el Mesías enviado para salvar al mundo. Últimamente, el domingo pasado, celebrábamos la fiesta del Espíritu Santo y, hoy, la Iglesia nos propone centrar la atención y adoración en el misterio insondable de Dios que, en sus relaciones con la creación, es presentado en la Biblia como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Si bien, Dios trasciende nuestra capacidad de entender, con todo, podemos darnos cuenta que no es un Dios inactivo, inmóvil y estático, sino que actúa continuamente en la creación y, muy particularmente, en nosotros. Podemos entender su actividad como la proyección de sí mismo hacia dentro -y en ello consiste la Trinidad- y también hacia su obra exterior -y el resultado es la creación. Dicho de otra manera: Dios es el ser infinito y eterno que piensa, ama y actúa, de manera que el pensamiento es el Hijo, el amor, el espíritu Santo y la actuación creativa, el Padre.
Es el Dios único expresándose en realidades distintas, que permanece inaccesible a nuestra mirada y a nuestro pensamiento, en cuanto a su naturaleza, pero que está a nuestra vera por su actividad positiva y salvífica.
El pueblo de Israel siempre fue consciente de la acción de Dios en su historia, protegiéndole de la idolatría, librándolo de la esclavitud opresiva, y haciendo de ellos un pueblo capaz de preparar la venida del Mesías prometido. Hasta aquel momento había actuado el Padre y, con la llegada del Mesías, comenzó la obra del Hijo.
>Fue Jesús, el Hijo, quien nos desveló un conocimiento más completo del Dios vivo y verdadero. No oscuramente, como había sucedido por boca de los profetas, sino con claridad y autoridad: nunca nadie había hablado como él.
Él nos descubrió que, delante de Dios, lo que cuenta no es la ley sino el amor y que, más importante es cambiarnos a nosotros mismos para que, desde ahí, podamos mejorar nuestras obras.
El cambio que nos propone Jesús para que dejemos en segundo lugar las normas y las leyes, y centremos nuestra atención en la conversión del corazón, con el esmerado cultivo del pensamiento, los sentimientos y los afectos positivos, es obra del Espíritu Santo, que actúa amorosamente desde el centro de nosotros mismos, según aquello de San Pablo: Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Es, por tanto, el mismo Espíritu quien nos ayuda a vivir como hijos de Dios, a llamar a Dios Padre, alejándonos del temor de esclavos.
Abramos hoy nuestro corazón al misterio incompresible de Dios y pongámonos en sus manos, para que pueda obrar en nosotros sus maravillas. Concretamente, es recomendable que las invocaciones a la Santísima Trinidad, tan frecuentes en la vida cristiana, salgan de nuestro corazón amoroso y agradecido, como cuando decimos: en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. O también: Gloria al Padre, al Hijo y al espíritu Santo. Estas fórmulas son oraciones sublimes, breves y concisas que, repetidas frecuentemente, nos pueden llevar a la contemplación.