Amados hermanos en el Señor
¿Qué respuesta consoladora podríamos encontrar cuando nos hallamos implicados personalmente en el dolor y la muerte? Si la prueba afecta a otros nos atrevemos a balbucear palabras con que, de buena fe, intentamos aligerar o hacer olvidar momentáneamente el dolor, sin que estemos seguros de conseguirlo.
El fragmento que hemos escuchado del libro de Job nos da una respuesta sensata y sólida, propia de un hombre que ha gustado la amargura más cruel y que tiene conciencia de hallarse a las puertas de la muerte. Este hombre ha reflexionado y ha creído; se ha vuelto dócil a la fe y ha confiado; se ha abierto al Dios trascendente y ha aceptado el más allá, donde sí que es posible hallar respuesta al dolor y a la muerte: Alguien, desde la otra orilla, le envía señales de aliento y esperanza. Al morir no caerá en el abismo de la soledad. El hombre justo y piadoso espera contemplar a Dios, que le traerá una buena nueva. Espera verle él mismo, con sus propios ojos.
Si el grano de trigo, sepultado bajo tierra, ha de germinar en una vida renovada y fecunda, tiene sentido su humillación, su muerte, su descomposición. Así mismo, tiene razón el libro de Job en su exultante esperanza, si Dios, su defensor, vive y ha de poder ser contemplado por él, con sus propios ojos, después de haber pasado por la humillación de la muerte.
En el Evangelio de San Mateo, hemos oído la plegaria de Jesús, dando gracias al Padre porque ha revelado a la «gente sencilla» los misterios del Reino, mientras «estas cosas» permanecen escondidas a «los sabios y entendidos» En esta oración de Jesús descubrimos la clave del enigma. ¿Por qué para algunas personas es tan llano y fácil aceptar la fe, creyendo gozosamente, mientras para otros surgen montañas de obstáculos ante la alternativa de aceptar lo indemostrable, de abrir el espíritu a lo que sobrepasa la medida y el cálculo temporal?
La respuesta está en las dos clases de personas: «la gente sencilla» y «los sabios y entendidos«. Los primeros se hacen como niños, sin malicia, llenos de buena fe, receptivos, capaces de dejarse amar y guiar; mientras que los segundos, demasiado autosuficientes, apegados al propio poder de descubrir, demostrar, discernir y experimentar, se vuelven casi incapaces de intuición y de acogida. Les falta darse cuenta de que la razón es sólo una parte del complejo entramado de la vida humana. Ya había dicho Jesús: Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos.
Sabemos pues que la fe es un don que Dios hace a los sencillos por mediación de Jesús. ¿Quién podría conocer jamás a Dios si él no se nos manifestara? ¿De qué forma se nos podría manifestar mejor que enviándonos a su propio Hijo hecho uno de nosotros, compañero de camino, Maestro excelente? El mismo nos advirtió que nadie conoce verdaderamente al Padre, más que Hijo y aquellos a quienes él quiere revelarlo.
Si hemos llegado a aceptar a Jesús y a creer en él, encontraremos respuesta satisfactoria al dolor y a la muerte, toda vez que el Padre lo ha puesto todo en sus manos, y él nos invita diciendo: Venid a mi todos los que estáis cansado y agobiados, y yo os aliviaré, (…) y encontraréis vuestro descanso.
Ahora, mientras rogamos por nuestros difuntos, nos conviene aceptar la invitación de Jesús: ir a él, mantener una relación estrecha con él, escuchar de su boca, en los Evangelios, la revelación del misterio escondido detrás de la muerte. La Iglesia nos ofrece un itinerario excelente para el seguimiento de Jesús hacia la vida nueva: celebrar la fe en la Eucaristía dominical, escuchar su palabra proclamada, recibir los sacramentos. Todo ellos nos ayuda eficazmente a emprender y llevar un nuevo estilo de vida, que tiene su fundamento en la fe y la esperanza.
- Job 19,1. 23 – 27a
- Salmo 114, 5 -6; 115, 10 – 11. 15 – 16a -c
- Mt 11, 25 – 30