Hermanos, hoy más que nunca, amados en el Señor:
La Navidad ha venido a ser la fiesta de todos, se ha convertido en un fenómeno social. Pero, como bien sabéis, hay navidades en minúscula y Navidades en mayúscula. En efecto, nos bastará observar nuestro entorno para comprobar que existe una navidad sin Niño, sin ángeles ni pastores, sin reyes ni estrella. En definitiva, una navidad sin nacimiento alguno.
Es la navidad de las cosas: de los regalos y las fiestas, de los manjares y la bebida abundantes, de los competiciones y los deportes; la navidad del París – Dakar. Es la navidad que se afinca a los exteriores de la persona, que roza la piel y los sentidos sin que llegue al núcleo vital; porque los valores en que se basa no incluyen el misterio que necesita el espíritu humano.
La realidad que comentamos nos suscita algunas preguntas de gran contenido: ¿Podrá la humanidad, ella sola, sin Mesías Salvador, crear las condiciones de paz y de felicidad que todos deseamos, cuando nos felicitamos las fiestas? Si el hombre sigue poniendo en las cosas la esperanza de su futuro y de su ansiada renovación ¿conseguirá hacer de la tierra el paraíso de justicia y felicidad real para toda la humanidad, que todos anhelamos? ¿Tendrá, por fin, algún futuro una navidad sin Mesías, y la necesaria salvación sin Jesús?
El pueblo de Israel vivió sin desfallecer la esperanza de un futuro lejano, pero cierto, en el Mesías prometido. Todas las generaciones esperaron aquel evento y oraron fervientemente para que llegara la hora. Llegó a su tiempo la hora, y tenemos la Navidad de Dios, la Navidad con Niño, con ángeles y pastores, con reyes y estrella. Tenemos la navidad que penetra en los corazones, la del misterio que se vive por dentro, la que ilumina y caldea, la que contempla el misterio del hombre a la luz del plan de Dios.
En esta nuestra Navidad, los corazones son iluminados y las personas ven ensanchados al infinito sus horizontes. Los pastores se transfiguran al resplandor del pesebre, y los reyes son guiados en su incógnito camino por la luz radiante de una estrella. Es entonces, cuando los hombres irradian su luz interior a la creación entera, y las cosas se embellecen porque son vistas por seres de límpida mirada. Del mismo modo, cuando los corazones son pacíficos, un manto de paz envuelve el universo entero y, cuando los humanos se aman, la tierra sonríe y se convierte en madre bondadosa y acogedora para todos.
Todo comenzó con el tenue llanto de un Niño. La utopía deviene posible, cuando celebramos la Navidad del Niño que es promesa de Dios. Todo lleva a buen camino cuando la persona ocupa su lugar y las cosas, dejando de ser nuestras dueñas, se reintegran a su lugar de servidoras nuestras; así como, cuando damos a Dios lo que es de Dios y ponemos las cosas al lugar correspondiente, la paz se abre caminos nuevos, porque las cosas están en su lugar y las personas sirviéndose de las cosas, se hacen servidoras diligentes de Dios.
Intentemos celebrar en estos términos la Navidad de este año, en la intimidad de la familia y de cada persona. Un pesebre en cada corazón, donde las luces ya no se apagarán, donde la presencia del Señor quedará fijada como fuerza de amor transformadora. Un deseo firme de que venga a nosotros el Señor, una ilusión por su presencia, un amor a Jesús que se expanda a todos los hombres y mujeres.